Columna de Héctor Soto: Qué momentos, qué lugares
GRANDES FINALES. Puede ser una estupidez juzgar los finales de algunas grandes películas como si fuesen piezas autónomas del resto del relato. Las obras cinematográficas son un todo orgánico. Así y todo, tengo unido a final de Chinatown (1974) una emoción que me eriza los pelos cada vez que lo recuerdo. Chinatown es la historia de un detective que viene escapando de una muy mala experiencia que tuvo en ese barrio. Lo contratan para averiguar inicialmente un adulterio, después un secuestro, después un fraude gigantesco. Conoce y se enamora de una mujer misteriosa y quiere protegerla. Pero todo le sale mal. El desenlace es devastador y ocurre a la entrada del Barrio Chino de Los Ángeles. Un disparo, una muerte, un cadáver desplomado sobre el manubrio de un auto, una bocina que no deja de sonar. Y está el detective volviendo precisamente al lugar del que venía huyendo. El mal vuelve a triunfar, como en casi todas las películas de Polanski, y de nada sirvió que tuviera una segunda oportunidad. Gran final. En realidad, glorioso. A un nivel más pop, muchos sitios digitales exaltan el desenlace de la primera versión de El planeta de los simios (1968). Un astronauta choca contra un planeta que no reconoce. Después de mil penurias y aventuras, logra salir de su cautiverio, huye por mar, naufraga, está a punto de sucumbir y las olas lo arrojan a una playa. La cámara se retira hacia atrás y aparece un fragmento gigantesco de la Estatua de la Libertad enterrada en la arena. Ahí recién advertimos que historia se sitúa después del apocalipsis. Bien notable, en realidad. Pero al César lo que es del Cesar. Si es por talento, concentración, perversidad e inspiración, quizás no haya mejor final que el de Sunset Boulevard (1950), la historia de un periodista que se infiltra a la casa de una gran diva del cine mudo ya olvidada. La mujer está abiertamente chalada y piensa que el periodista (William Holden) viene a cortejarla y que volverá a sus días de gloria. La relación de ella con él se sale de control y lo mata. La policía viene detenerla a su mansión. Ella ve cámaras y flashes fotográfico y piensa que el mundo vuelve a idolatrarla. Decide descender entonces por la escalera de su casa con su dignidad de superestrella. Cree que es una escena de su próxima película porque efectivamente ve a su antiguo director (que ella convirtió en su mayordomo) dando instrucciones. A la voz suya de ¡Acción!, completamente fuera de sí, ella baja. La fama -cree- vuelve a abrazarla. Son puros equívocos. Lo que ella siente como un retorno glorioso, en realidad es una mujer inculpada de asesinato, asediada por reporteros policiales y que irá a la cárcel. Fue la última escena que dirigió para el cine el gran Eric von Stroheim, que hizo el papel del mayordomo. Son imágenes de antología. La genialidad estuvo muy compartida entre él y Gloria Swanson, pero en estricto rigor el crédito de ese final portentoso es del director Billy Wilder (Pacto de sangre, Piso de soltero, Una Eva y dos Adanes, Primera plana), uno de esos genios que permitieron coronar al cine como el arte específico del siglo XX. Sí, nos quedamos pegados por años o décadas a los finales de manera no muy distinta a como nos quedamos atrapados para siempre con algunas ciudades. Es un fenómeno de apropiación interesante, porque se trata de momentos o lugares que pasamos a incorporar, sepa Dios con qué derecho, a nuestra propia biografía.
ORDEN Y CAOS. André Aciman es académico y ensayista. También, un novelista que no debiéramos vetar solo por haber inspirado una mala película (Llámame por tu nombre). En su obra más reciente -Homo irrealis (Alfaguara, 2023), que tiene más de ensayo que de novela- el escritor recuerda que hay ciudades cuyos orígenes se pierden en la oscuridad de los tiempos y ciudades con fecha de nacimiento y que son hijas de la pura racionalidad. El mejor ejemplo de las primeras es Roma, al punto que solo el mito de Rómulo y Remo puede explicar su gestación, y de estas otras, San Petersburgo. Se podría haber dicho también Brasilia, pero es demasiado fea. Lo curioso es que ni unas ni otras son inmunes al tiempo ni al caos, En su look, en su orgánica y en su moral, las ciudades acumulan sucesivas capas de proyectos y fracasos que siempre vuelven a salir a la superficie. En Roma, con su historia milenaria, el pasado asalta tras cada esquina. Freud, que amó la ciudad con locura y que le hizo el quite por años a visitarla, porque sabía que cuando la conociera podría descolocarlo para siempre, llegó a creer que la Ciudad Eterna podía ser una buena metáfora del psicoanálisis. Por sus calles siempre emergía un trauma, una alarma, una herida etrusca, bárbara, medieval, bizantina o napoleónica que seguía cobrando cuentas impagas. San Petersburgo, mucho más nueva, obra de Pedro el Grande, que la levantó de la nada a comienzos del siglo XVIII sobre unos pantanos que costaron la vida a más de cien mil rehenes y presos, también generó muy pronto sus subterráneos y desafueros. No fue el triunfo de la racionalidad que quiso ser. Ya en tiempos de Dostoievski San Peterburgo, la ciudad de Crimen y castigo, tenía zonas oscuras y caóticas. Para qué hablar de las que tuvo en los tiempos de la Unión Soviética, cuando dejó de ser la capital del imperio de los Romanov. El libro de Aciman -judío de Alejandría, después parisino, romano y neoyorkino, hijo dilecto tanto del arraigo como del desarraigo- parece hablar de ciudades. Pero de lo que habla en realidad es de las marcas que dejaron en su piel.