Columna de Héctor Soto: Rescates y vetos
LA PROFE Y EL EMPERADOR. El esquema de la última novela de Julian Barnes es original y plantea dos rescates. El primero es de la figura de una profesora muy autónoma y original en sus puntos de vista, también muy celosa de su vida privada, que ejerció gran influencia sobre el protagonista, el alter ego del autor. Elizabeth Finch era de las que pensaba que todo se había malogrado cuando Roma abrazó el cristianismo: el que era un imperio respetuoso de las libertades pasó a ser una sociedad de credo único. El segundo rescate de la novela es del héroe de miss Finch, Juliano el Apóstata, el último emperador romano que, habiendo ascendido al trono después de Constantino, intentó restaurar el paganismo bajo el cual el imperio había templado sus virtudes cívicas. ¿Convence esta doble recuperación? Convence a veces, la verdad sea dicha, en lo que respecta a la profesora. El personaje se arma relativamente bien, aunque es difícil creerle a Barnes que haya llegado a estar realmente enamorado de ella, como en algún momento lo dice. En lo que toca a Juliano el Apóstata, la verdad es que el rescate, aparte de superficial, es fallido. Así las cosas, Elizabeth Finch es un título a lo mejor atendible, incluso interesante, pero que no le hace muchos honores su autor. Barnes venía de publicar El hombre de la bata roja, un libro donde escarbó hasta más allá de lo que todos hubiéramos querido saber sobre un socialité parisino de la belle epoque. Fue de esos libros de lectura fácil y gozosa que se deshacen en el olvido, en la irrelevancia y el chisme a los diez minutos de haberlo concluido. Mr. Barnes, parece que estamos en problemas.
LA NUEVA PACATERÍA. Cuando el cinéfilo medianamente enterado revisa el tipo de cine que estamos viendo -básicamente en el streaming, puesto que a las salas es muy poca la gente que está yendo- lo que saca en limpio es un cine de pretensiones modernizantes, muy asociado a las causas identitarias y que no se aparta un solo milímetro de lo políticamente correcto, En este sentido, las películas actuales, tanto europeas como americanas, han llegado a ser productos perfectamente intercambiables. Es un cine donde se arriesga poco, donde predominan los enfoques victimistas y donde lo que más abunda es la buena conciencia. Estas cintas no necesariamente son basura, pero más es lo que ladran que lo que muerden y más lo que tranquilizan que lo que duelen. ¡Bienvenidos, señoras y señores, a la nueva pacatería! Hay muy poco espacio para la anomalía en términos de ferocidad, salvajismo, trauma, descontrol o furia. Son cientos las películas de otra época que hoy no podrían realizarse por temor a estarle pisando los callos a alguna minoría quejumbrosa. Peckinpah sería funado y escarnecido por su mirada sobre México en La pandilla salvaje y Traigan la cabeza de Alfredo García. Robert Aldrich estaría en más de una lista negra del feminismo radical a raíz de ¿Qué pasó con Baby Jane? y La pandilla Grissom. ¿Alguien cree que hoy se podría volver a realizar una cinta de inspiración canalla como Perros de la calle, teniendo la cobertura internacional que tuvo bajo el amparo de una distribuidora importante? Si varios de los grandes cineastas del desasosiego en otro tiempo lo pasaron muy mal -piénsese en Nicholas Ray, en Sam Fuller, en el propio Orson Welles- lo más probable es ahora es que esta gente habría tenido que dedicarse a otra cosa. Difícilmente André Bazin hubiera podido intuir lo que él llamó el “cine de la crueldad”, como pista de despegue para la imaginación infame de autores como Eric von Stroheium, Preston Sturges, Buñuel, Hitchcock o Kurosawa. Es más, si no existiera Scorsese, y dos o tres realizadores más que siguen teniendo sangre en las venas, y que de una manera u otra tratan de mantener encendidos estos fuegos, mejor ni pensar en qué sueño profundo o en qué prolongado bostezo nos encontraríamos en la actualidad.
GRAN LEGADO. Hay muchos puntos de contacto entre la actual corrección política y la aversión que profesaba Milan Kundera a eso que llamaba arte kitsch. El kitsch era para el difunto escritor el camino corto que tenían los malos artistas para llegar a la emoción, la lágrima o al lirismo sin tener que desgastarse en personajes complejos o en dilemas morales complicados. “La ambición suprema del kitsch -planteó- es agradar: conmover y mentir para agradar. Agradar a cualquier precio”. Hay que eliminar de la existencia humana todo lo que sea inaceptable. “La mierda, por lo tanto, no existe ni puede tener cabida dentro de este ideal estético”. Lo que no nos gusta se cancela. Kundera fue un grande de las letras y el pensamiento que, aparte de habernos refrescado este concepto, nos dejó grandes legados. De partida, un espléndido acervo novelístico que incluye títulos tan notables como La insoportable levedad del ser, La vida está en otra parte o La broma. También muchas ideas que son incombustibles. Por ejemplo, que -al margen de todas las dificultades envueltas en una traducción- no hay obra maestra, según él, que no pueda volcarse a otro idioma. O que Francia, golpeada por continuas revueltas étnicas y sociales, antes de embriagarse con la multiculturalidad predicada por sus sociólogos, haría bien en esforzarse un poco más en proteger su identidad nacional. ¡Grande Kundera!
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