Columna de Héctor Soto: Tensiones atlánticas
DOS MUNDOS En una reveladora página de su singular libro de memorias titulado Un puñado de anécdotas. Opus incertum (Anagrama, 2021), el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger relata su experiencia en los últimos días del Tercer Reich. Dice que para él el encuentro con los primeros soldados americanos que vio fue como dar con visitantes de otros planetas. De partida, no estaban demacrados ni iban harapientos como la generalidad de los alemanes de entonces. Se veían despreocupados, alegres, bien alimentados y bien plantados. Se movilizaban en vehículos verde oliva, se reían y dejaban tras de sí el rastro de tabacos aromáticos. Él, que por entonces tenía 16 años y hasta el día anterior había pertenecido a un batallón fantasmal y desbandado de las Juventudes Hitlerianas, lo pensó mucho antes de acercarse a ellos. Lo hizo a medida que fue cayendo el día y pudo verlos descansar al atardecer en torno a una fogata. Intercambió algunas palabras en inglés y le ofrecieron lo que parecía un caramelo, pero no. Era otra cosa: una barrita ligeramente gris, envuelta en papel plateado que no se derretía en la boca. Sabía a menta y él nunca había probado algo así. Fue su primer chicle. ¡Bienvenido a los Estados Unidos! Muchos de los soldados los mascaban todo el día, incluyendo un gigante de raza negra que alternaba con el grupo. También era la primera vez que veía a un hombre de color. No solo estas imágenes suyas están asociadas a esos momentos. Lo están asimismo los cómics, que jamás había visto, y el café instantáneo, que tampoco conocía. Los soldados le dieron después chocolate, leche en polvo, conservas, muchas conservas, latas de mermeladas, de queso y de diferentes tipos de galletas, sin olvidar distintos productos de higiene personal, la gran obsesión americana. Además, otra cosa. Nunca se le había pasado por la cabeza que algo así pudiera existir: un paquete de condones, discreto y enteramente asépticos. Luego de ese encuentro nada iba a ser igual, ni para él ni para Europa. En ese momento los soldados cumplían una labor de rescate de Europa y de los valores occidentales. Pero también se trataba de otro punto de inflexión en un largo conflicto cultural que venía de mucho antes y que hasta el día de hoy no se resuelve. El Viejo Mundo versus el Nuevo. A uno y otro lado del Atlántico hay rasgos parecidos, pero también demasiadas diferencias, que ni siquiera la hermandad y las dramáticas circunstancias descritas por el ensayista alemán pudieron ocultar del todo.
LUZ DECLINANTE. Desde la política hasta los hábitos de consumo, desde la historia hasta la fisonomía de las ciudades, desde la vida cotidiana hasta las manifestaciones culturales, son pocos los ámbitos de la experiencia humana que no están cruzados por las tensiones entre el modelo europeo y el norteamericano. Sobre ese eje, el cientista político norteamericano Thomas E. Ricks traza un formidable paralelo entre la vida de dos figuras centrales de la política y las letras inglesas en su libro Churchill y Orwell. La lucha por la libertad (Península, 2018). Es interesante leer este ensayo a la luz de las tensiones europeo-norteamericanas. Entre otras cosas, porque en 1940, cuando los nazis bombardeaban Londres, nadie hizo más que Churchill por involucrar a Estados Unidos en la Segunda Guerra y nadie tampoco resintió más que él, dos años más tarde, lo que significaba que Washington asumiera el liderazgo mundial. Churchill, que siempre fue un depresivo con escaso poder de contención, se amargó muchísimo tras la conferencia de los tres grandes en Teherán el año 42. Fue allí cuando advirtió que Inglaterra sobreviviría, sí, pero ahora como potencia de segunda. El futuro para entonces ya no era suyo ni de Inglaterra, y menos todavía de su imperio. El primer ministro, cuyo prestigio no tuvo parangón durante gran parte del siglo XX, aunque ha de reconocerse que la modernidad no lo ha tratado muy bien, creía haber generado excelentes relaciones con el Presidente Roosevelt, pero se llevó una gran decepción cuando el mandatario, precisamente en Teherán, lo trató con sorpresiva frialdad y declinó reunirse a solas con él durante esa cita. El Presidente temía que un contacto como ese pudiera molestar a Stalin. Esta deslealtad, que no era otra cosa que debilidad de carácter, le dibujó a Churchill el terreno que a partir de ahí tanto él como Inglaterra iban a tener que pisar. No es tan raro, por lo mismo, que Churchill se haya restado en su momento de acudir al funeral de Roosevelt.
MÁS QUE ANTES. George Orwell, a pesar de no haber visitado nunca Estados Unidos, o quizás precisamente por eso, tenía una imagen muy pobre de la nueva potencia mundial. Fue uno de los miles de londinenses que soportaron con una mezcla de gratitud y de rencor la presencia intrusiva de soldados del Tío Sam en Gran Bretaña. En vísperas del Día D, ese contingente llegó a representar arriba del millón 600 mil efectivos, dato que describe mejor que cualquier otro los gigantescos engranajes que movilizó la maquinaria bélica estadounidense. El desencuentro del autor de Homenaje a Cataluña y de Rebelión en la granja y 1984 con el capitalismo y con los Estados Unidos provenía de muchos frentes: de su aversión al comercio y al mercantilismo, de su rechazo a los rascacielos y las grandes ciudades, de su odio al automóvil, de sus lealtades a un socialismo de cuño conservador, agrario, pueblerino, anclado al pub, a la vida sencilla y a los ritos parroquiales de pueblo chico. A diferencia de Churchill, que hoy tiene algo de estrella declinante, Orwell ahora es mucho más de lo que fue en su época, donde calificaba como hombre de coraje por su lucha contra el estalinismo, como ensayista notable y como autor de dos novelas interesantes y de sesgo profético. Hoy, sin embargo, es bastante más que eso, y tanto la revaluación de sus obras como sus constantes denuncias a los abusos del poder le confieren la estatura de un héroe incombustible para las causas prioritarias de los días que corren.
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