Columna de Héctor Soto: Tríptico
A modo de despedida. A fines de los años 60, en sus clases de filosofía del derecho en Valparaíso, Carlos León, el autor de Sueldo vital, entre otras novelas y relatos admirables, decía, sin que se le moviera un solo músculo del rostro, que Chile cimentaba la unidad nacional básicamente en la bandera, en el cuerpo de Carabineros y en los clubes radicales, donde siempre se comía bien, de norte a sur. Me acordé de eso mientras leía Le dedico mi silencio, la última novela de Mario Vargas Llosa. En ella el narrador tiene una tesis parecida y que, por lo mismo, no me pareció tan delirante: que el vals peruano, con toda su estética, con todas sus contorsiones y extorsiones sentimentales, con su sentido trágico de la vida y de los afectos, es el gran factor de unidad del Perú, tanto en términos sociales, puesto que convoca por igual al pueblo y a las clases medias y altas, como geográficos, dado que está presente en todas las regiones urbanas del país. Además de ser una novela liviana y que se lee con facilidad, Le dedico mi silencio es un notable tributo del cariño de Vargas Llosa por el Perú. Es además una fascinante indagación en torno al concepto de “huachafería” con que los peruanos a veces describen -sea para redimir, sea para descalificar- conductas, tradiciones y expresiones culturales híbridas, pretensiosas o impostadas que sin embargo tienen un enorme arraigo popular. El libro, que gira en torno a la investigación que emprende el narrador acerca de los orígenes de un guitarrista excepcional que muere muy joven, está construido a base de capítulos muy cortos sobre lo poco que se sabe del músico y de capítulos de contenido casi editorial sobre la música popular y el mestizaje cultural peruano. La novela, que es gozosa pero no sensiblera, y cariñosa aunque nunca boba, tiene algo también de celebración y gratitud con el español, el idioma que terminó uniendo a toda Hispanamérica. En esta dimensión, Vargas Llosa por supuesto tiene, como escritor que se está despidiendo de sus lectores a los 87 años, tras una trayectoria descollante, bastante más autoridad que la que inspira su narrador.
De Román a Morán. El tesorero decide robar 650 mil dólares del banco donde trabaja. Ha hecho sus cálculos. Implicará en el desfalco a un colega para que guarde el botín y estará tres años y medio en la cárcel. La idea es que cuando salga se lo repartan entre los dos. Ese es el punto de partida. Lo que viene después es la decisión del protagonista de entregarse a la policía y las tensiones internas que se viven en el banco cuando llega una investigadora a indagar complicidades en el robo. Ahí acaba la primera parte, que es tensa, absorbente y muy dramática. En la segunda este thriller policial se abre, en una localidad próxima a la ciudad de Córdoba, a un relato muy distinto, a una dimensión gozosa de la naturaleza -montañas, riachuelos, rocas, flores silvestres- y a un curioso juego de correlaciones y simetrías narrativas. El protagonismo, que era de Román y quedó en la cárcel, pasa a tomarlo Morán, su compañero, que está en libertad. Conocerá a dos chicas. Una se llama Norma; la otra, su hermana, es Morna. El actor que hizo de jefe en el banco ahora pasa ser el matón de la cárcel. ¿Qué está pasando, dice uno? Aparece un grupo que también está filmando una película. Se instala, claro el desconcierto. Nada grave, nada serio quizás, salvo que el director Ricardo Moreno declinó encerrarse en las convenciones de un solo género para abrirse con entera libertad a una película que discurre, por muy distintas pistas (existenciales, morales y políticas unas, afectivas y sensoriales las otras) y que dejan al espectador muy metido. Metido, sí, pero nunca defraudado. Hace 18 años, en su primera película, El custodio, Ricardo Moreno hizo alarde de rigor en la puesta en escena y de una enorme contención dramática. A su modo, también fue una cinta que estiró las cuerdas del cine de acción. Esta vez su opción fue más extrema y audaz por cuanto se trata de una realización inteligente, rara, larga (supera las 3 horas de proyección), con un desenlace completamente abierto y que plantea varias preguntas. El director, lejos de responderlas, las traslada sin mayor explicación al espectador. La cinta entró esta semana a la plataforma de Mubi y vale la pena ponerle ojo.
De más a menos. Hay mucho de marciano en el personaje de Napoleón que Ridley Scott pone al centro de su última y espectacular realización. El hombre conecta poco con su entorno. Un amigo me dice que es porque Ridley Scott ve en el emperador a un sujeto bipolar. Puede ser, pero la verdad es que destaca mucho más la fase depresiva que la eufórica. También podría ser autista. Lo concreto es que este factor hace difícil que el público pueda encariñarse con él. Pareciera no entenderlo el director y ni siquiera se entiende él mismo. Los que mas han resentido esta película, que tiene cierta garra y no está mal, son los franceses, país donde Napoleón todavía está asociado a la grandeur y a la gloire. En el resto del mundo, en cambio, sobre todo en las últimas décadas, el personaje histórico no ha hecho otra cosa que devaluarse. Antes, hasta en Chile, eran muchas las casas donde tener un pequeño busto de Bonaparte era parte del paisaje doméstico. Hace tiempo, sin embargo, que ya fue desterrado. Considerado un genio por figuras como Hegel, Alexander Humboldt o Beethoven (aunque después se arrepintió), y como un miserable tirano por gente como Jefferson, Napoleón sigue moviendo las aguas, pero ya no desata tempestades. D