Columna de Héctor Soto: ¿Y qué hay de la gobernabilidad?

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Nada será una taza de leche, así sea que gane Jadue, que lo haga una eventual coalición encabezada por Yasna Provoste o, más complicado aún, teniendo en cuenta la izquierdización del país en las elecciones recientes, que en definitiva se imponga el candidato de Chile Vamos.



Aunque la especulación política ha estado centrada en el tercio que la derecha no obtuvo y la izquierda sí puede alcanzar con solo una discreta dosis de disciplina, la pregunta verdaderamente importante para el Chile de los próximos años concierne a la gobernabilidad del país. No es porque el tema se haya vuelto uno de los más enriquecedores y cruciales de la ciencia política en los últimos años, sino por una razón harto más pedestre: porque tal como está Chile hoy, con esta correlación de gobierno y oposición, con esta Convención Constituyente sin norte claro y a punto de entrar en funcionamiento y con dos elecciones particularmente decisivas de aquí a fin de año, Chile está lejos de ser un país gobernable. Se diría que ni siquiera es viable, atendido el derrumbe de la aprobación presidencial, el descrédito de las instituciones, al desprestigio de las élites y dirigencias políticas y el inminente desfondamiento del sistema de partidos políticos.

El asunto de fondo va bastante más allá de la capacidad o incapacidad de constituir gobiernos. El problema nuestro no va por ahí. No somos Bélgica, cuyo Parlamento estuvo casi dos años sin poder ponerse de acuerdo, ni tampoco somos España, que pasó el año 2016 por un trance parecido. No es nuestro caso. Tenemos un gobierno y en los próximos meses vamos a elegir otro. Pero hay que estirar su buen poco el sentido de las palabras para estimar que el actual está gobernando y que el próximo podrá hacerlo sin problemas. Las expectativas a este respecto están complicadas cualquiera sea el escenario que termine imponiéndose entre los que hasta aquí parecen más probables. Nada será una taza de leche, así sea que gane Jadue, que lo haga una eventual coalición encabezada por Yasna Provoste o, más complicado aún, teniendo en cuenta la izquierdización del país en las elecciones recientes, que en definitiva se imponga el candidato de Chile Vamos. La fórmula de un país polarizado a tope, con un Ejecutivo gravado por fuertes niveles de rechazo y con un Legislativo ultrafragmentado, que es el costo que hemos pagado y vamos a seguir pagando por el sistema electoral que tenemos, puede servir para animar las páginas políticas de los diarios o generar buenas cuñas en los programas de controversia política de la televisión. Pero, entre sumas y restas, lo cierto es que hasta el momento se ha traducido en uno de los períodos más estériles y destructivos de la historia política del país.

Está claro que está cambiando el ciclo político, que vamos a uno totalmente nuevo y que tendrá que correr bastante agua bajo los puentes antes de que el sistema recobre los equilibrios que en los últimos años se perdieron. Pero ¿qué hacemos mientras tanto? ¿Demoler lo que existía, todo, poco, nada o buena parte? ¿Frenar y tratar de ponernos de acuerdo ahora respecto de cómo continuar, lo cual es difícil con tantas elecciones a la vista? ¿Dejar que las emociones afloren como en las catarsis y que las demandas ciudadanas se expliciten hasta que la euforia baje un poco y haya que llamar a los que entienden, a los que saben, a los malditos expertos, para cuadrar las cifras y apretar las tuercas?

Como estamos con una muy baja capacidad para generar acuerdos, y no solo eso, como estamos en presencia de amplios sectores que los rechazan por definición y de antemano, el cuadro está muy abierto. Por estos días, no se ve cómo la Convención Constituyente podría alinearse en torno a temas que impliquen ámbitos de responsabilidad fiscal, limitaciones al poder público o reconocimientos al empuje de la iniciativa privada o de la sociedad civil. Sí parecen estar dadas las condiciones, en cambio, para nacionalizar recursos y consagrar variados derechos sociales, que suele ser la primera pulsión de los modelos económicos con vocación de fracaso.

Aun reconociendo que la elección de la Convención Constitucional fue para el sistema político la de la mayor trascendencia en años, hay buenas razones para pensar que no todo está dicho. Nunca nada es totalmente definitivo en la lógica democrática, y tanto la próxima legislatura parlamentaria como el Presidente que elijamos dirán mucho respecto del rumbo que los chilenos queremos tomar como sociedad. Van a ser esos veredictos, conjuntamente con los trabajosos consensos que se logren en la convención, los que clarifiquen mejor qué andamos buscando. Se supone que hay un montón de rasgos en el país que tenemos que no nos gustan, que rechazamos y que incluso consideramos tóxicos. Pero no sabemos mucho cómo y por cuál de los modelos alternativos los queremos cambiar.

Entre las grandes ironías de nuestra modernidad habría que consignar ésta: que se nos está haciendo mucho más fácil organizar elecciones (de municipios, de gobernadores, de parlamentarios, de Presidente) que desentrañar las verdaderas tramas de la voluntad nacional.

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