Columna de Hernán Larraín Fernández: Autoridad, empresarios y corrupción
La noción de Estado de Derecho (“rule of law”), constituye un eje central para el buen funcionamiento de la democracia. Hay una dependencia mutua: sin Estado de Derecho, no subsiste un régimen democrático y este no es posible sin el primero.
Sin embargo, el imperio de la ley no solo está vinculado con el sistema político, sino que también con el desarrollo económico. La correlación resulta evidente. Sin la vigencia del derecho, se hace difícil construir confianza en las personas y se esfuma la estabilidad exigida. Sucede que la primera justificación de la ley no es la justicia, como suena obvio: desde una perspectiva antropológica lo es la seguridad, pues la causa de mi actuar exige saber con anticipación qué ocurrirá si asumo un derecho o una obligación. Si invierto o firmo un contrato, ¿qué consecuencias se derivan de una eventual inobservancia de la contraparte o si los contrayentes interpretan sus deberes en forma diferente? ¿Quién resuelve? La ley y sus instituciones (tribunales, fiscales y policías) son la garantía del cumplimiento de los acuerdos: certeza jurídica.
De ahí que cuando flaquea el Estado de Derecho, las inquietudes arrecian. La corrupción muestra sus garras al advertir resquicios a través de los cuales se infiltra y así, vía “coimas” y otras irregularidades, derriba barreras, distorsiona mercados, debilita la competencia y limita el derecho de propiedad. Ello aumenta el costo de hacer negocios, produce decisiones ineficientes (si el precio de cumplir una norma supera sus ventajas, la tentación por incumplir crece) e impacta en la desigualdad (afectará más a los más vulnerables). Está pasando.
El debilitamiento de la seguridad jurídica golpea a las personas, empresas e instituciones públicas, esto es, al patrimonio nacional. El Fondo Monetario calcula el costo global de la corrupción en un 5% del PIB mundial y en un 25% del gasto público; y según el Foro Económico Mundial, tal situación encarece en un 10% iniciar negocios y en un 25% el interés por celebrar contratos.
Nuestro país atraviesa una coyuntura que dibuja una tormenta perfecta: instituciones debilitadas y desacreditadas, un régimen político frustrado y una economía estancada, en medio del alza del crimen organizado y de un inequívoco incremento de la corrupción. Los índices internacionales que miden el Estado de Derecho (WJP) nos dejan terceros en la región, en retroceso, con malos resultados en orden y seguridad (N°98 de 142), en justicia civil (48) y del crimen (41).
El costo fiscal y privado de la corrupción inmerso en esta fatiga legal e institucional es cuantioso, pero no parece haber conciencia de lo que implica: agrava el paupérrimo desempeño de nuestra economía en estos años, dificulta su recuperación y limita con fuerza el emprendimiento.
¿Los gremios empresariales están lúcidos ante este escenario y comprometidos en combatir la corrupción y fortalecer el imperio de la ley? ¿La autoridad ha asumido el liderazgo de esta batalla?
Por Hernán Larraín Fernández, abogado y profesor universitario
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