Columna de Hugo Herrera: El señorito liberal
El liberalismo cuenta con autores contundentes que elevaron a sistema el reconocimiento de la espontaneidad humana, la interioridad del individuo y la división del poder social. Es noción eminente para las democracias modernas la del carácter de fin en sí mismo del ser humano, que nunca se lo puede tratar como simple medio; jamás como objeto a un sujeto.
La fuerza de las ideas liberales se ha ganado su legítimo espacio. Hay, ciertamente, regímenes que atentan contra la libertad y la división de poderes. Pocos se atreven, empero, a negar explícitamente las nociones y su violación tiende a solaparse.
En cada uno consta una interioridad evidente, aunque inabarcable desde fuera. Nadie puede experimentar tal como experimenta su semejante, “en primera persona”. Esa interioridad, que vivenciamos de modo único, nos vuelve inabarcables según reglas y conceptos generales.
Los esfuerzos por someter la singularidad individual a reglas universales son problemáticos y amenazan pasar por sobre su individualidad. Es lo que ocurre con la izquierda de fórmulas abstractas, como la condena moral del mercado o la valoración sin matices de la deliberación política. La deliberación política, por ejemplo, es, por su naturaleza misma, posera. Allí vale lo presentable ante el público universal. Es hostil a lo raro, lo único. Proponerla como modo de emancipación, sin resguardos, importa una amenaza efectiva contra la libertad.
Los grandes liberales -Locke, Montesquieu, Kant- se disciernen de las existencias jibarizadas de quienes pretenden asumir algunas de las ventajas del liberalismo, pero más en el nivel de la opinión común biempensante o la actitud frívolamente ondera, que en el espíritu político de reconocimiento serio y dispuesto al sacrificio, del estatuto único y singular del individuo.
El “señorito liberal” usualmente está, en verdad, ajeno así incluso a la política; a la política responsable con la realidad concreta. Vivirá segregado, en un barrio “gentrificado”, distante de las masas populares de cuya rusticidad desconfía. Su desconfianza se vierte no solo sobre el pueblo -esa totalidad tan “vulgar” como impredecible-, sino también sobre la tierra, que -además de incierta en suelos sísmicos como el chileno- se conjuga con el elemento humano para dar vida a una manera de existir telúrico-popular inconcebible según las fórmulas generales de sus cabezas estrechas.
El pequeño liberal prefiere el salón a la calle, la universidad de cota mil a las plazas y parques del centro o, peor aún, a las calles y espacios de la “triste provincia”. Lo suyo son las ideas de moda, como los restaurantes de moda de esos jóvenes que no serán ya más jóvenes; las agendas identitarias, la moral sexual innovadora, ideas cool pasadas, de cuarentón o cincuentón, con las que tapar la mezcla de vacío vital y el núcleo alienante de su doctrina de clase y plutocrática.
Por Hugo Herrera, profesor titular Facultad de Derecho UDP