Columna de Hugo Herrera: “Es la patria que renace”
Así decía una de las canciones del NO. Tras la división, elevaba al foro la grandeza de la unidad de una nación renovada.
Patria y nación son nociones flexibles, pues son culturales. En Chile tienen egregia tradición. Articularon las instituciones republicanas. El pensamiento nacional estuvo en el diagnóstico de la “Crisis del Centenario”, efectuado por una pléyade de ensayistas; en la instalación de la red ferroviaria, la ampliación de la Escuela; el nacimiento de la radiodifusión y el cine.
El pensamiento nacional fue lúcido de opresiones sobre los postergados. Tancredo Pinochet se hizo pasar por peón para denunciar las miserias de los campesinos en Camarico, en un vibrante libro. Era consciente del desafío ingente de vincular pueblos a eones de distancia, el inmigrante europeo y el aborigen. Bregaba por una educación realista, más ocupada de desplegar capacidades transformadoras de la realidad, que de simplemente especularla.
Benedict Anderson ilustra la diferencia de la noción cultural de nación con la noción biológica de raza, reparando en cómo las élites coloniales blancas tenían un sentimiento de solidaridad racial cosmopolita, mientras los movimientos independentistas eran nacionales. Que en Chile -allende abusos atroces- no se haya simplemente exterminado a los indios, como en EE.UU., sino que ocurriera el mestizaje, nos precave del purismo excluyente del Norte.
La fuerza cultural de la idea de nación es un recurso formidable sobre el cual asentar la convivencia. El aprecio al paisaje y las maneras comunes de pensar y sentir rinde frutos insospechados. Es cemento de la confianza social y la unidad pese a la discrepancia; que mueve a la solidaridad en la crisis, a la responsabilidad en la asunción de cargas cívicas, sociales, tributarias, vecinales; que nos lleva a pensar en industrias pujantes como signos de progreso.
Todo esto peligra con la noción bolivariana de “plurinacionalidad”. Ella consagra una idea racista, pura, tribal, excluyente de identidad, debilitando la idea cultural, mestiza, inclusiva de nación. Transforma a los miembros de etnias o razas particulares en especies de tótems, con poderes jurídicos y políticos especiales para ellos en tanto partes de grupos cerrados. Pervierte lo autóctono y lo moderno, al ponerlos sin cuidado en relación directa: costumbres ancestrales, algunas caprichosas u opresivas, con modos de ejecución y reclamo ilustrados, según justificaciones universalizables.
Se instalan así bases para hacer estallar la unidad cultural del pueblo chileno, bajo una clasificación en islas raciales o étnicas; para la emergencia de conflictos entre grupos racialmente categorizados a objeto de disputas jurídicas; para la decadencia cultural de las comunidades étnicas y el deterioro institucional en los órganos del Estado, tensionados por las lógicas contradictorias de cultura y de raza.
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