Columna de Hugo Herrera: Octubre en Chile, dos años después
La crisis de octubre es crisis de comprensión. Comprender es entender y articular la realidad; y comprender políticamente, palpar y articular la situación concreta del pueblo en instituciones y discursos en los que el pueblo pueda sentirse acogido. Fue la distancia entre el pueblo y las élites, sus discursos y las instituciones, la que produjo la crisis.
¿Dónde estamos hoy?
Saberlo requiere notar ante qué tipo de evento nos hallamos. La crisis no es disputa de bandos. Es vertical en su estructura. Instituciones y élites no logran articular las pulsiones y anhelos populares y pierden legitimidad.
La crisis del Bicentenario se parece a la del Centenario. En 1910, como ahora, nuevas clases sociales irrumpieron en la vida nacional, sin que las élites y sus discursos fueran capaces de brindarles expresión. Si entonces, el proletariado, hoy lo son precarias clases medias: sin frío ni desnutrición, pero angustiadas de volver a la pobreza, hacinadas en Santiago, preteridas en provincia.
¿Cuánto durará nuestra crisis?
La crisis del Centenario tardó hasta los años 30. Esa y la nuestra son crisis largas, pues su superación requiere cambios de hábitos y discursos, renovación de élites. Todo eso es lento.
Un primer paso fue el acuerdo del 15 de noviembre. Fue la hora de los “traidores”, de quienes estuvieron dispuestos a dejar de lado sus credos pequeños, las declaraciones de principios partidistas, porque fueron leales con el país. Lograron lo insólito: producir en sede parlamentaria una primera vía institucional de salida a la crisis. Quedó pendiente una agenda de reformas estructurales, soslayada por negativa de un gobierno filisteo.
La Convención Constitucional ha tenido tropiezos, a veces demasiada pose. Mañana comienza a trabajar. La Constitución es necesaria, no suficiente. Necesaria, porque en nuestro derrotero reciente no tenemos símbolos comunes. No es posible una convivencia nacional sin un marco compartido en el que todos, en principio, puedan sentirse reconocidos.
La Constitución, por lo mismo, no puede ser triunfo partisano. Eso sería un fracaso fundamental. Sin la firma de todos los sectores principales representados, su vida será efímera y probablemente funesta. Puede ser llamado desleal con la República quien pretenda anotarse una victoria excluyente.
Estamos en un momento álgido de la crisis. No querer ver su causa honda es, empero, evasión: el desfonde de la legitimidad. Una época de la historia política chilena se acaba, sin que todavía despunte el orden nuevo. Y hay señales preocupantes: aumento de la violencia; instituciones republicanas en decadencia; corrupción; élites en las que la descomposición está en etapas avanzadas; un debate emponzoñado por posiciones extremas. Miasmas emanan bajo ropajes pomposos.
No es responsable, sin embargo, perder la esperanza. Exigible, al menos de los más lúcidos, es mantener viva la tensión entre el aprecio a las propias convicciones particulares y el afecto a esa totalidad colectiva que conformamos, el amor a la patria, sin el cual no hay salida de las crisis ni orden político viable.