Columna de Ibrahim Faltas: La pena con el peso de una lágrima de un niño hambriento
La muerte, por dura que sea, sigue siendo la única constante, irremediable, no negociable, ni aplazable. Permanece como lo desconocido, el misterio cuyo tiempo, lugar y causas nos son inciertos; causas que, aunque variadas, no alteran el sabor ni la dificultad de la muerte como despedida eterna. Nuestro consuelo y el consuelo de todos los creyentes en Dios Todopoderoso, es que se trata de un tránsito hacia la vida eterna. Así, la muerte es la conclusión natural del ciclo de la vida, ante la cual el ser humano no tiene poder ni fuerza.
Sus causas pueden ser naturales, como desastres naturales, accidentes, enfermedades, epidemias o el envejecimiento. En ocasiones, esto nos brinda consuelo como seres humanos vulnerables. Sin embargo, las circunstancias no naturales, aquellas creadas por el hombre, dejan una huella imborrable y profunda en el alma de cada ser humano.
¿No son suficientes las circunstancias naturales para que ya inventemos otras más destructivas, como las guerras? Las guerras no tienen justificación; son lo peor que la mente humana, especialmente la enferma, puede concebir para crear sufrimiento y dolor en personas inocentes. Este sufrimiento, este dolor, no cambia su intensidad según la edad, raza, nacionalidad o época histórica de la que se trate.
Cuando nos preguntamos “¿por qué?”, sólo encontramos una respuesta: orgullo, avaricia, codicia y ansias de poder.
La guerra que ha azotado las tierras santas y el Medio Oriente no es ni más ni menos destructiva que otras, pero es aterradora por la cantidad de niños asesinados, heridos o mutilados, con discapacidades que los acompañarán el resto de sus vidas. Esta guerra es repulsiva hasta el límite, porque, gracias a la tecnología y a los medios de comunicación, los vemos, los escuchamos y, aunque no estemos físicamente junto a ellos, somos testigos de su sufrimiento.
La visión de los niños padeciendo deja una marca profunda en nuestras almas y nos genera una sensación de absoluta impotencia. No podemos correr hacia los cráteres dejados por las bombas para rescatar a los niños, ni ayudar a los heridos que siguen vivos bajo los escombros, ni ayudar a envolver los cuerpos de las víctimas inocentes y llevarlos a sus tumbas con la dignidad que merece todo ser humano. No podemos llevarles comida o agua, ni curar sus heridas físicas ni las de su alma, no podemos devolverles la sonrisa ni ofrecerles juguetes o golosinas. Tampoco podemos sentarnos junto a un niño y leerle una historia de sueños felices. Esta impotencia total ante las tragedias que somos testigos de vivir, es lo que nos desgarra y nos duele profundamente.
La historia nos ha legado relatos, datos y cifras sobre masacres y genocidios. No importa el nombre o la descripción que se les dé a estos actos de barbarie para justificar su existencia o convencernos de su necesidad, nunca nos convencerán de su justicia ni de que debieron ocurrir. Jamás se puede justificar la tragedia del mal. Lo que ocurrió en el pasado con los actos de barbarie y las masacres no estaba bajo nuestro control y no pudimos evitarlo, porque sólo conocemos los números aterradores de las víctimas y esas atrocidades, después que se habían cometido. Hoy en día, sin embargo, vemos, escuchamos y somos testigos del mal en tiempo real, cuando está sucediendo e incluso mientras sucede. Aún así, no podemos detener las armas ni cambiar los corazones.
Un escritor reflexivo se preguntó alguna vez: “¿Cuánto pesa la lágrima de un niño?” y respondió: “La lágrima de un niño travieso pesa menos que el viento, pero la lágrima de un niño hambriento pesa más que todo el peso de la tierra”.
Cada día vemos imágenes y videos de niños que sufren. Cada día vemos lágrimas que no podemos secar. ¿Cuánto pesa la angustia de esos niños en la conciencia de la humanidad? ¿Cuál será el costo para toda la humanidad de su incapacidad y total impotencia para detener a quienes matan a la humanidad?
Hace poco falleció uno de los músicos más famosos, quien hace algunos años reunió a los cantantes más conocidos de Estados Unidos para grabar juntos la canción “We Are the World”, con el propósito de recaudar fondos para ayudar a los niños de África. Ese evento fue un éxito mundial, probablemente, o podría decir con seguridad, porque el famoso músico colocó un cartel en la puerta del estudio donde grabaron la canción, con una frase muy poderosa pero verídica: “Deja tu orgullo fuera”.
Si todos nosotros, juntos, pudiéramos comprender el dolor ajeno y ponernos en su lugar, haciéndolo nuestro propio sufrimiento, haríamos mucho bien, realizaríamos acciones hermosas y buenas para el bien de la infancia y de la humanidad. Podríamos derrotar y erradicar las guerras.
La impotencia humana ante la muerte natural es en sí misma natural, pero nuestra impotencia ante la visión de una muerte no natural que afecta a otros es antinatural, injustificada e inhumana, en todos los idiomas del mundo y pesa lo mismo que la lágrima de un niño hambriento, que pesa más que todo el peso de la tierra.
Por Ibrahim Faltas, vicario de la custodia de Tierra Santa.