Columna de Ignacio Aravena: Hacia un nuevo urbanismo

Vistas Santiago
Foto: Andrés Pérez


En el Congreso se discute un proyecto de ley (Boletín N°17251-14), cuyo objetivo es modernizar nuestro ordenamiento territorial, mejorar la gestión de suelos y coordinar distintos niveles de planificación, además de reducir y agilizar la burocracia de diversos procesos. Su aprobación podría ser clave para abordar problemas como el déficit habitacional y la segregación, sentando las bases para la construcción de nuestras ciudades en las próximas décadas. Sin embargo, el texto requiere mayor profundidad en varios aspectos para cumplir su propósito.

Primero, la iniciativa propone agilizar la gestión de suelos y crear incentivos para construir más, siempre que los proyectos estén asociados a viviendas de interés público. Si bien, esto puede favorecer la provisión de viviendas sociales, excluye a buena parte de la clase media que no accede a subsidios. A largo plazo, esto podría limitar la oferta para este sector, resultando en un aumento de precios y un agravamiento del déficit habitacional.

En segundo lugar, se plantea la creación de corporaciones o sociedades con órganos públicos para planes maestros, donde la tenencia del suelo sea exclusivamente estatal. Esto limitaría el impacto del punto anterior, ya que se restringiría a lo que el Estado pueda gestionar. Esta medida es poco coherente considerando que históricamente la construcción ha sido liderada por empresas privadas. Un referente útil es Nueva York, donde tanto entidades públicas como privadas pueden solicitar cambios de uso de suelo –incluyendo procesos de participación ciudadana– y gestionar proyectos para facilitar la renovación urbana.

Un tercer aspecto crítico es la densidad. El proyecto no establece lineamientos claros al respecto, pese a que muchos alcaldes y gobiernos regionales la han restringido sin criterios definidos, limitando así el stock potencial de viviendas. La experiencia internacional nos sugiere que la densidad puede ser una herramienta efectiva para ampliar la oferta y planificar el crecimiento urbano. Por ello, es necesario discutir la implementación de densidades mínimas a lo largo de ejes con intensidad de uso, como lo son las líneas de metro. Un buen ejemplo son los bonos de densidad, que incentivan la construcción de más viviendas sociales o para grupos medios cerca de equipamientos que mejoren su calidad de vida y disminuyan los costos de transporte.

En cuarto lugar, se establece la necesidad de demostrar financiamiento para otorgar incentivos en la construcción de equipamiento urbano. Esta dimensión es nueva y podría ser incorporada como parte de los estudios para fundamentar cambios en los planes reguladores. Y es que, como vimos en el caso de Renca, la mala calibración en la exigencia de estacionamientos anuló los incentivos para construir más, llevando a que su zona de renovación urbana tenga que volver a ser diseñada. En otras latitudes, estos estudios son la base de negociación entre Estado y las empresas para impulsar cambios urbanos.

Por último, se fijan plazos de tres años con una posible prórroga para la aprobación de nuevos planes. Sin embargo, las reglas para estas prórrogas no son claras y no se diferencian entre la creación de un instrumento de planificación y su modificación. Además, conceptos como “fuerte segregación” o “estándar urbano deficitario” carecen de definiciones precisas, lo que dificulta establecer metas y medir resultados, elementos esenciales si estos se desean incorporar al seguimiento de los planes.

En síntesis, el proyecto tiene el potencial de modernizar y dar pie a una nueva generación de gestión urbana. No obstante, corre el riesgo de tener un impacto marginal si las dimensiones descritas no se abordan de manera integral, no permitiendo responder adecuadamente a la escasez de suelo, los altos precios de la vivienda y la brecha habitacional que tanto nos afecta.

Por Ignacio Aravena. Fellow economía urbana LSE e investigador Fundación Piensa.

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