Columna de Ignacio Briones: “Los costos de un año escolar perdido”

Ignacio Briones
23 Diciembre 2021 Entrevista a Ignacio Briones, ex Ministro de Hacienda. Foto: Andres Perez23 Diciembre 2021 Entrevista a Ignacio Briones, ex Ministro de Hacienda. Foto: Andres Perez

El daño del cierre de escuelas es desigual. Es mayor en edades tempranas donde se forman competencias básicas necesarias para todo el ciclo educativo. También afecta más a hogares vulnerables, con menor capital cultural y acceso a conectividad digital.



“Las escuelas deben ser las primeras en abrir y las últimas en cerrar”, nos decía la Unesco hace más de un año. Los esfuerzos en esa dirección del entonces ministro de Educación se toparon con la oposición del Colegio de Profesores y una acusación constitucional de la actual coalición gobernante. Así, Chile fue de los países que más tiempo cerró sus escuelas. Ya electo, el Presidente Boric haría suya la frase de la Unesco, generando esperanza sobre la prioridad de la educación escolar ante al terremoto educacional tras el prolongado cierre. Pero este cambio de rumbo llora por su ausencia. Y, de no mediar acciones urgentes, incubaremos altos costos sociales y económicos permanentes.

Entre 2020 y 2021, Chile cerró sus escuelas, total o parcialmente, cerca de 80 semanas, cifra entre las más altas del mundo. Un estudio de Horizontal (2022) muestra que, en promedio, la pérdida de aprendizajes asociada al cierre equivale a un año lectivo presencial completo. Ello, amén del daño socio emocional por falta de relacionamiento de los niños. Y, si bien hoy las escuelas han vuelto a abrir, la presencialidad no ha regresado a la normalidad: el ausentismo supera el 30%.

El daño del cierre es desigual. Es mayor en edades tempranas donde se forman competencias básicas necesarias para todo el ciclo educativo. También afecta más a hogares vulnerables, con menor capital cultural y acceso a conectividad digital. Los efectos también son dispares por tipo de dependencia: 1,3 años de aprendizajes perdidos en el sector municipal y dónde se concentran los alumnos más vulnerables, 0,9 años en el particular subvencionado y 0,4 años en el particular pagado. Así, de no tomar medidas, las ya elevadas brechas de desigualdad educativa se acrecentarán.

Además del costo social, hay una dimensión económica. Podría erróneamente creerse que nuestro año perdido tiene un efecto acotado y transitorio. Pero la literatura muestra que un año perdido implica un 8% de menores ingresos durante toda la vida laboral de las cohortes afectadas. El efecto económico agregado se acumula conforme las distintas cohortes van entrando al mercado laboral. En un estudio reciente, Hanushek y Woessmann (Ocde, 2020), estiman el costo económico de largo plazo del cierre de escuelas. Extendiendo su análisis a Chile para los próximos 50 años, se obtiene que el año educacional que perdimos reduciría nuestra tasa de crecimiento de tendencia en 0,15% anual. A su vez, el valor económico de todos los menores PIB futuros puede estimarse en US$370.000 millones (*), cifra superior al actual PIB de Chile. Ese es el costo económico de nuestro año perdido y de no tomar medidas urgentes para recuperarlo.

Estas medidas urgentes parten por hacer de esta catástrofe la prioridad nacional, con un plan que ponga a los alumnos al centro y a la recuperación de aprendizajes como objetivo primordial. Para ello es clave tener instrumentos que midan el daño por tipo de escuela, región, cohorte e identifiquen a los alumnos más afectados y que requerirán un mayor apoyo. Sin un buen diagnóstico es difícil tomar acciones adecuadas para recuperar aprendizajes. Y, ante el ausentismo, es crucial una campaña informativa que concientice a los padres sobre los daños irreparables que este puede acarrear a sus hijos. Es cierto que todo esto supone importantes recursos, pero lo que está en juego es el futuro, la dignidad y libertad de millones. Y si de recursos se trata, los enormes costos económicos de hacer nada los justifican ampliamente.

Lamentablemente, el Mineduc parece más preocupado de la condonación del CAE que de una emergencia escolar para la que se anuncia con pompa un plan por exiguos US$25 millones. Una cifra que representa el 0,3% del costo de condonar el CAE, el 0,17% del presupuesto de educación o $600 mensuales por escolar. Y, en lugar de desplegar instrumentos de medición para diagnosticar el daño en cada rincón de Chile, el Mineduc plantea suspender los existentes como el Simce. El tema tampoco es central en su “Hoja de Ruta Para el Sistema Educativo 2022-2026″ volcada a un “cambio de paradigma educativo”.

Lo anterior denota la falta de prioridad sobre una emergencia educacional cuyos enormes costos arriesgan con ser permanentes. Y, de paso, nos recuerda que los derechos sociales, en este caso a la educación, son letra muerta sin voluntad política ni liderazgo para asegurarlos.

(*) Valor presente del menor crecimiento respecto a la tasa del PIB de tendencia, usando una tasa de descuento anual en dólares del 4%.

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