Columna de Ignacio Castillo, Eduardo Gallardo y Rafael Blanco: Los desafíos de la crisis carcelaria y el crimen organizado
Una de las razones que explica la situación de violencia que azota al Ecuador se relaciona con la intervención de facciones criminales que han operado y controlado, de manera impune, los recintos penitenciarios de ese país. Este fenómeno es una constante en países de nuestro entorno. El caso más reciente es el del Tren de Aragua, surgido en la cárcel de Tocorón, en Venezuela, pero lo mismo sucedió con el Comando Vermelho y el Primeiro Comando da Capital, ambas organizaciones que nacieron y se fortalecieron en las cárceles de Brasil.
En todos estos casos hay un común denominador, a saber, el fracaso estatal en la “gobernanza” carcelaria, ya sea por abandono y/o por la inexistencia de políticas adecuadas de segregación de la población penal. Si a lo anterior le agregamos fenómenos de corrupción y connivencia de los agentes penitenciarios, se verifica el coctel perfecto para la concreción de serios conflictos como los que hace un tiempo vimos en Brasil y hoy se repiten en Ecuador.
La erosión del control estatal de las cárceles es un proceso de degradación que lleva años y que se explica por diversos fenómenos, de los cuales hay dos que queremos resaltar: primero, que la cárcel se vuelve un “territorio controlado por el crimen organizado” desde el cual operan con tranquilidad, seguridad y eficiencia, y ello porque la cárcel deja de ser -para ellos- un castigo y se transforma en su centro de negocios delictuales; segundo, la cárcel termina por constituirse en un espacio para las “políticas de reclutamiento” de las organizaciones criminales, en especial de soldados que se ubican en su base. Se trata, las más de las veces, de reclutamientos extorsivos en los que jóvenes de bajo o mediano riesgo de reincidencia se ven obligados a adscribir a una facción, a cambio de su supervivencia o la de sus familiares.
Lo que se describe permite advertir el dramático impacto que produce un Estado omiso, ineficaz y permisivo a la hora de diseñar e implementar una política carcelaria adecuada y, cuando ello sucede, se genera un incentivo para que, en su seno, surjan y/o se fortalezcan las organizaciones criminales. Y no deja de ser paradójico que el espacio institucional y fácticamente más “custodiado” por el Estado, con celdas y agentes armados, se transforme en uno en el cual éste carece de control territorial de lo que sucede en su interior.
Para asegurar la gobernanza de las cárceles, en un país en que hoy difícilmente se puede negar el crecimiento del crimen organizado, hay cinco medidas que emergen como prioritarias:
1.- Una efectiva política de resguardo de la dignidad de los presos. La degradación de las condiciones de vida de quienes están privados de libertad favorece su cooptación por parte de las bandas criminales, que ofrecen protección y otros servicios a cambio de adhesión.
2.- Políticas estrictas de segregación, que eviten el contacto entre presos comunes y miembros de las organizaciones criminales. En este punto resulta nuclear que el Estado cuente, particularmente tratándose de reclusos de nacionalidad extranjera, con la información personal y criminal de los presos, para realizar una adecuada clasificación.
3.- Un régimen de segregación reforzado -una cárcel dura- tratándose de jefes y miembros relevantes de las organizaciones criminales. Si queremos impedir que las organizaciones ilícitas operen desde el interior de la cárcel, resulta imprescindible reducir al máximo su contacto con el exterior, sea de manera telemática como presencial. Ese régimen penitenciario reforzado debe apuntar a la necesidad de disociar completamente al sujeto con la organización criminal y eso se logra impidiendo cualquier comunicación con el exterior -salvo excepciones- que no esté controlada por el Estado.
4.- Una sofisticada actividad de persecución penal e inteligencia policial dentro de las cárceles, precisamente, para prevenir y perseguir actividades de criminalidad organizada que se generan en su interior. Debemos fortalecer la capacidad analítica y de inteligencia de las unidades de gendarmería que se encargan de identificar y perseguir actos de corrupción interna.
5. La institucionalidad debe estar enfocada a su función principal, de custodia y seguridad. Ello supone repensar un modelo que hoy asimila su organización y asociatividad a la de un servicio público, lo que es incompatible con el hecho que parte de sus funcionarios portan armas.
Se ha dicho, con razón, que Chile no está en la misma situación que Ecuador. Eso es cierto, pero para evitar avanzar hacia allá, debemos observar lo que ha dado resultado en otras latitudes y adoptar, a tiempo, una genuina política de Estado que permita que nuestras cárceles sean gobernadas, efectivamente, por nuestras autoridades y no por los presos.
Ignacio Castillo Val, Doctor en derecho, director de la Unidad Especializada en Crimen Organizado y Drogas del Ministerio Público.
Eduardo Gallardo Frías, Master en derecho (LLM), juez del Sagunto Tribunal Oral en lo Penal de Santiago.
Rafael Blanco Suárez, Master en derecho (LLM), académico de la Universidad Alberto Hurtado.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.