
Columna de Jaime Mañalich: Setenta y ocho años

Los días 6 y 9 de agosto de 1945 fueron lanzadas las bombas “Little boy” (uranio 235) y “Fat man” (plutonio 239) sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, matando a cerca de 200 mil personas. Un filme actual, amoral, describe este episodio centrándose en la figura de Prometeo, el titán que entregó a los hombres los misterios del fuego, lo que motivó la venganza de Zeus, encadenándolo entre terribles tormentos, y regalándonos la caja de Pandora, que, al abrirla, liberó todas las desgracias: la enfermedad, la fatiga, la locura, el vicio, la pasión, la tristeza y el crimen.
Con estos bombardeos, hace 78 años se inicia la “Pax atómica”, poniendo en paréntesis el uso de esta terrible arma, por el temor a una destrucción completa de la Tierra.
Sin embargo, como dice Nicanor Parra en Viaje por el infierno, “Al otro día continué mi viaje por unos cerros y vi por primera vez los esqueletos de los árboles incendiados por los turistas”.
Estamos ciegos, como se dice en Mateo, 16:02: “¿Sabéis distinguir el aspecto del cielo y no sois capaces de distinguir los signos de los tiempos?”. Las señales son inequívocas, y la destrucción de especies, la cada vez mayor frecuencia de enfermedades emergentes planetarias explicadas por la destrucción de ecosistemas, el fuego que consume todo, producen en esta restricción al uso de armas nucleares un mero espejismo. Caminamos inexorablemente al abismo. El mismo antipoeta insiste: “Buenas noticias: la Tierra se recupera en un millón de años. Somos nosotros los que desaparecemos”.
Pareciera entonces que el terror a destruir el planeta solo ha demorado un proceso de autodestrucción que avanza cada vez más rápido.
Además de las señales evidentes para todos, una de las amenazas más urgentes para la especie es la enfermedad. Antiguos agentes que han producido pestes devastadoras a lo largo de la historia están de vuelta; los microbios se hacen resistentes a los antibióticos en uso, y millares de virus que existían solo en animales se propagan entre humanos, trayendo muerte, miseria, hambre, soledad y tristeza.
Los cambios ambientales modifican bruscamente la incidencia de enfermedades y la mortalidad, y enseguida una nueva epidemia inicia su curso. Estos cambios ambientales, en la edad geológica del Antropoceno, derivan fundamentalmente de actividades humanas. La convicción apocalíptica es tal, que algunos destinan cifras astronómicas para encontrar refugio en otros planetas, en beneficio de unos pocos. El resto parecemos condenados.
La reciente experiencia del Covid funciona como una advertencia para la necesidad de configurar un cambio radical, poniendo al centro la prevención de enfermedades, la educación sanitaria de la población, y una política nacional de salud pública, que permitan al menos morigerar el impacto. Mientras discutimos estérilmente qué tipo de sistema de atención de salud deberíamos adoptar, descuidamos los signos de los tiempos. ¿Será tarde?
Por Jaime Mañalich, médico
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