Columna de Joaquín Trujillo: Autodenigración

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Autodenigración. Andres Perez

Muy lejos, afortunadamente, han quedado esas apologías de la dignidad de los pueblos, cuya voz a coro, multitudinaria, electrizante, se la creyó a la vez santa y soberana, acreedora del cielo y de la tierra. Las distintas versiones del fascismo se nutrieron de esa superstición.



En “El Pueblo”, su fogoso libro de 1846 y clásico de la historiografía francesa sobre la vida de la gente común, sobre su fina y silenciosa moralidad, el historiador Jules Michelet (1798-1874), él mismo trabajador en su infancia de una imprenta, identificó un hecho significativo de la cultura: la autodenigración.

Decía Michelet que los escritores franceses, aquellos poseedores del don de la palabra y, por supuesto, esa difusión que es la escritura, habían preferido concentrar su mirada en las rarezas, en las situaciones excepcionales, estrafalarias, haciendo de la denigración de su gente una especie de deporte nacional. Habían, en suma, convertido a su país en “una nación desnuda” ante las otras.

Las otras, por su parte, observaba el historiador campeón del progresismo, lejos de imitar este vergonzoso procedimiento, tomaban nota, como disimulando la vergüenza ajena.

Saco a colación este hallazgo micheletiano no por razones de nacionalismo. Muy lejos, afortunadamente, han quedado esas apologías de la dignidad de los pueblos, cuya voz a coro, multitudinaria, electrizante, se la creyó a la vez santa y soberana, acreedora del cielo y de la tierra. Las distintas versiones del fascismo se nutrieron de esa superstición. Y claro, tal vez, ahora, en nuestros días, no están quedando tan lejos.

Sin embargo, la observación de Michelet contiene algo muy rescatable. Me refiero a ese solazarse con las propias bajezas, sin duda, muchas veces humor mediante.

Nos ocurre con nuestro pasado. El mundo se divide en dos grandes hemisferios, el de quienes lo añoran, sienten nostalgia y quienes, por el contrario, sufren un desagradable espasmo al solo contacto de un recuerdo.

Están quienes abren los ojos y miran sonrientes por la ventana cuando pasan veloces junto a la humilde casa de la niñez. Y también, los que prefieren cerrarlos, llegar pronto a la actual y concentrarse en lograr la próxima. Asimismo, quienes averiguan el nombre de sus ancestros, no por debilidad aristocratizante, sino por encomiable curiosidad, y quienes prefieren ignorarlos, según las palabras del escritor Joseph Roth, como “las voces desconocidas de los antepasados anónimos”.

Ambas actitudes son legítimas. El problema está, por así decirlo, en contravenir aquel mandamiento según el cual para amar a los otros debemos entrenarnos amándonos a nosotros mismos.

Porque es generalizado el caso de esos que solamente respetan y se respetan a sí mismos cuando están en casa ajena o en otro país, como si lo más propio fuera indigno de cuidados. O, al revés, los delincuentes que se inhiben únicamente en presencia de sus madres, como si solo el origen tuviera derecho sobre ellos.

Y porque, aunque no lo parezca y haga falta recabar más de la cuenta, en esta autodenigración se oculta una suerte de altanería embrutecedora. Esa que da a entender: mis defectos son mis quiltros guardianes y los soltaré y los azuzaré en cada nuevo lugar que me soporte sobre la tierra.

Por Joaquín Trujillo, investigador CEP

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