Columna de Joaquín Trujillo: Batman

The Batman 2. Foto Instagram.


Desde su primera aparición en 1939, el superhéroe sin poderes extraordinarios, pero sí provisto de una fortuna para impartir justicia (o, mejor dicho, adelantarse a la perpetración de la injusticia) al margen de la pesada y a veces corrupta burocracia, se constituyó en un éxito del comic, las series de televisión y sus secuelas en el cine. Y, como toda creación espectacular, se rodeó de un elenco de figuras, comparsas unas y villanas otras, que fueron completando su oscuro universo.

Sin embargo, poco a poco el yacimiento pierde su primer potencial. Es el sino de los personajes y sus tramas.

Un espectáculo se agota cuando los personajes que lo protagonizan sirven para cualquier trama y las tramas, se hacen cada vez más insólitas, enrevesadas, intoxicadas de giros inesperados.

Ocurrió con la deriva del teatro clásico griego, los melodramas de la burguesía, los guiones de Hollywood.

Por ejemplo, la Electra de Esquilo o Sófocles, de ser una digna columna clavada entre el festín abyecto de los asesinos del rey Agamenón, acabará transformada, con Eurípides, en una ruidosa e intrigante pleitera, dispuesta a darle tiraje a cualquier chispa de sublevación.

Los matrimonios malavenidos de los dramas y novelas del siglo XIX quedarán reciclados en unos meros espejos que semana tras semana reactualizaban la aburrida realidad de su público de latencias entibiadas.

Los superhéroes del cine serán tan “humanizados” (esta expresión por sí sola adelanta ya la debacle) que quedarán reducidos a una madeja de cuestionamientos existenciales baratos, internándose en la sordidez propia de estos embrollos.

Si Shakespeare tuvo el gran mérito de plagar el mundo de personajes antes desconocidos y que, de alguna manera, siempre estuvieron ahí, la gran época que inauguró parece incapaz de hallar herederos para su persistencia. Las tramas forzadas exprimen los viejos personajes por si dieran un último suspiro (y que, obviamente, un público de complacientes invoca).

El relevo es de baja ley y el casting funciona apenas. Algo similar sucede con los conceptos que organizan la pugna política o, lo que es lo mismo, su drama. Han quedado vacíos, no movilizan ni siquiera a quienes alguna vez les hubieran sacrificado la vida (sin lograrlo, gracias al cielo).

Pocos personajes se quedan. Pocas tramas insisten en ofrecer sentido. Y si parece ocurrir, es a la fuerza, con atosigante efecto especial (de esos que la viejas películas reservaban para el climax), derroche de recursos, exceso de postproducción, es decir, escaso arte (no precisamente en el sentido griego de “tekné”) y menos talento.

La creación de nuevos personajes, suficientemente persuasivos para quedarse un buen tiempo entre nosotros, antes, claro está, de quedar mustios por la ausencia de inventiva, resulta un inquietante síntoma. Porque, mientras tanto, la necesidad de sacar provecho va reciclando buenos para que sean malos y malos para que, desde algún punto de vista retorcido, parezcan buenos, víctimas odiosas de tan impotentes. Ya había advertido el sabio Goethe contra estas dialécticas vacías.

Por Joaquín Trujillo, investigador CEP

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