Columna de Joaquín Trujillo: Colusiones monotemáticas sucesivas

Yo era cabro y me dijeron: “no seas monotemático”. Por supuesto, pregunté qué significaba esa palabra. Y me enteré que se llamaba monotemático a quien era incapaz de cambiar de tema. Un solo asunto (o sus derivados) gobernaba sus pensamientos.
Tiempo después, ya en la universidad, leí aquel famoso ensayo de Isaiah Berlin “La zorra y el erizo”, cuyo título recoge el verso del poeta griego Arquíloco: “Mientras muchas cosas sabe la zorra, el erizo sabe solo una, pero bien”. Esta sentencia, que podría colocarse como la de la academia de Platón en el pórtico de, en este caso, un instituto de formación técnica, fue resignificada por el destacado historiador de las ideas: Pushkin era una zorra (o un zorro, si se prefiere), Dostoeievski, un erizo (mejor dicho, un puercoespín), y Tolstoi una mezcla de ambos (una esfinge difícil de dibujar). (Desde entonces, a los liberales les gusta creerse zorros sedosos e imaginarse a sus detractores integristas como una madeja de alambres de púa).
Lo cierto es que en las universidades se ha ido dando una erización tan general que ya puede hablarse de un ejemplar puntiagudo de la megafauna, algo que podría describirse como una colusión monotemática. Saber bien, o cree saber bien, un solo tema o, lo que es lo mismo, sus temas afines, como una manera de excusarse de interiorizarse sobre más cosas.
Ciertamente, los picaflores especialistas en cultura general pueden haber suscitado esta reacción propia de un cerdito de tierra que se cierra sobre sí mismo. Sin embargo, el grado hace la naturaleza de la cosa y, bueno, que se haya llegado a ese punto de generalizaciones superfluas no quiere decir que haya que concertarse y meter todas las cabezas de la hidra del conocimiento dentro de una sola madriguera.
La universidad debería ser una Tebas de muchas puertas. Clausurarlas y dejar una o dos, es un delito de leso espíritu. Recuerdo que cuando comencé los estudios de derecho, me convencían poco las explicaciones de Kelsen y las de sus detractores, pero sí la de Fustel de Coulanges, el autor de “La ciudad antigua”. Tiempo después me enteré que ese libro había sido la lectura de cabecera de pretéritos estudiantes, que el joven Arturo Alessandri Palma, en su época de desastroso bibliotecario, lo había consultado en detalle, pero que esa puerta de entrada a los estudios universitarios, había sido tapiada o, lo que es casi lo mismo, reemplazada por un postigo, su mini puerta. Como en las bodegas y cortinas metálicas de almacén. Quizá para que, los que ingresaran por ella, tuvieran que verse forzados a una reverencia.
Nada de raro que más tarde, lanzados al ruedo político, todos terminen hablando de lo mismo o, lo que es peor, sean incapaces de cambiar de tema sin olvidarse del que los obsesionaba hacía un segundo, en colusiones monotemáticas sucesivas.
Por Joaquín Trujillo, investigador CEP
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