Columna de Joaquín Trujillo: Cuando las palabras valen nada

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¿Por qué a las personas que tienen fama de mentirosas, de opinión inconstante o voluble, no les prestamos mucha atención? ¿Qué tienen sus palabras que más se parecen a ruidos, esos sonidos que nada más comunican de manera muy difusa?

El género humano ha demorado milenios en proveerse de palabras. Ellas han sido herramientas para muchas cosas. Pero también su función las ha desprestigiado. En los códigos morales de las épocas antiguas de distintos pueblos, la condena de la mentira dice relación con la custodia del tesoro de la palabra. Si las palabras dejaban de valer muchos comportamientos propiamente humanos se volvían improbables: transformadas en sinónimos de falsedad, nadie podía confiar más que en sí mismo. Cualquier interacción con otros seres humanos tenía que sortear demasiadas dificultades. Miles de logros, por insignificantes que parezcan, descansan en el fiarse de las palabras.

Por eso, en nuestro idioma como en otros, “la palabra” es todo lo que articula nuestra lengua, pero también se nombra con esa expresión a las promesas.

Ciertamente, al mundo le han faltado palabras. De ahí que los poetas renombrados o anónimos hayan inventado centenares y que la gente tocada por esos hallazgos los popularizara. Fue el caso de Shakespeare. Ante la escasez de palabras para lo que debían decir sus personajes, se las inventó. Porque, sin mentir, las palabras se hacen capaces de crear otras.

La idea según la cual las palabras se acabaron y que, por lo tanto, hay que desistir de ellas, reemplazándolas por todas aquellas apariciones que las palabras fueron antiguamente capaces de procesar, y con ello designar, tiene algo de embuste.

Y es que esa tesis va acompañada casi siempre de tal dejadez en su empleo que más hace pensar en evasiones del deterioro cognitivo como de las típicas antesalas del fascismo, una ideología que se especializó en exprimir la buena fama clásica de las palabras, para a continuación operar con ellas eufemísticamente, antes de reemplazarlas con sumo desdén por el efectismo de eslóganes, coreografías multitudinarias y toda esa estridencia que creíamos bien conocida…

Y no solo eso. Los estados perturbados de la lucidez, en tantos casos delirantes, suelen venerarse porque no habría suficientes palabras para describirlos ni durante ni después. ¡Cómo si la ausencia de palabras no fuera la prueba de lo que en realidad son!

Los herederos del fascismo y del hipismo psicodélico van de la mano, asistidos por una élite cada vez más frívola, y una izquierda que hace tiempo renunció a la ilustración de sus adeptos.

¿Nos llama la atención que nuestros políticos no sean creíbles, que sea tan difícil establecer lazos de confianza en nuestras sociedades? Pues bien, una clave está en las palabras. ¿Son meros síntomas que nada sacamos con tratar si antes no atacamos lo que los suscita? No. Ellas son el origen, al menos el que nos toca.

“Una palabra tuya bastará…”, dijo el centurión romano. “Una”, no “muchas” ni menos “ninguna”.

Por Joaquín Trujillo, investigador del CEP

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