Columna de Joaquín Trujillo: El nombre de la cocina


PROCESO CONSTITUYENTE


La mocha discusión política suele tropezar en lo siguiente: se pelea por el nombre que corresponde dar a ciertos hechos. Por ejemplo, los políticos se reúnen bajo siete llaves a fin de lograr un acuerdo. Lo hacen a puertas cerradas, para hablar sinceramente y no bajo la atenta mirada de sus detractores que, según ellos, los obligan a disimular y decidir lo contrario de lo que francamente quisieran. A eso, hay quienes lo llaman “cocina”. Acto seguido, durante meses todas y todos pontifican contra las cocinas. Cualquier conversación en voz baja podría ser una. Cocineros experimentados, verdaderos chefs de talla internacional, aparecen regurgitando lo que alguna vez prepararon y picotearon en la cocina. Sin embargo, con el paso del tiempo, ocurre lo obvio, algo que un lector de la peor novela política pudiera haber adelantado: las cocinas se hacen inevitables. Los seres humanos necesitan espacios donde hablar claro y negociar. Quienes el mes recién pasado planeaban demoler la cocina de su casa y reemplazarla por la vitrina de un barrio rojo, en que no poco se expondría sin pudor, ahora, después de derrochar tiempo valioso en dimes y diretes sobre las recetas y sus escenografías, se atreven a participar de una. Se dan cuenta que el país lo requiere. Pero bueno… no están dispuestos a darle el nombre de cocina. Eso sería renunciar a todos los principios. Se hace imprescindible convertir la cocina en… qué sé yo… un… “horno”, un espacio mucho más reducido al que no se pueda dar ese nombre tan feo. Pues bien, la clave está en hornearlo todo antes que se descubra, ¡tamaña noticia!, que cualquier horno, por discreto que sea, pertenecerá a una cocina.

-¡Oh! ¡Ah! ¿No ven? Ustedes, los que despotricaron contra las cocinas, también cocinan. ¡Los hemos pillado con las manos en la masa! ¡Reconózcanlo!

-¡Pero qué falta de respeto! ¡Qué mentira manifiesta! ¡Hace falta una ley para sancionar estas falsedades! Nosotros no estamos cocinando, estamos horneando, que es algo completamente distinto.

Y así, se pudo seguir meses en este alto debate. En el fondo, se trata de la vieja polémica, de cuarta o quinta categoría filosófica, entre los hipócritas y los cínicos. Los primeros siempre le dan un nombre distinto a lo que no están dispuestos a admitir que sí hacen. Los segundos, no tienen inconveniente en reconocerlo, pero por eso mismo se creen autorizados para hacerlo más de la cuenta. En suma, un montón de descarados, que con o sin máscara, suponen que la gente es más lesa de lo que efectivamente es.

¿En verdad tenemos que presenciar espectáculos tan módicos? ¿No hemos sufragado, con nuestros impuestos, una “representación” (en sus acepciones política y teatral) de algún nivel? ¿No las tenía mejor elaboradas, nuestro país, cuando era inmensamente más pobre, huaso y bruto?

Los espectadores nos merecemos actuaciones de otro nivel. Pues, es cierto, como la política, el teatro del mundo nunca se acaba, su rodaje no tiene final, pero de tanto verlo el público se ha vuelto exigente.

Por Joaquín Trujillo, investigador del Centro de Estudios Públicos

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