Columna de Joaquín Trujillo: Goethe en el Caupolicán

Borto


Vimos algo formidable. Chile ha tenido la ocasión de escuchar en vivo una de las obras musicales más monumentales de la historia de la humanidad, la Sinfonía N°8 del austriaco de origen judío Gustav Mahler, conocida como “Sinfonía de los mil” (a más de un siglo de su estreno en 1910). Los 600 músicos (de ellos, 400 coristas provenientes de todos los rincones de Chile, incluido niños; 200 instrumentistas pertenecientes a las orquestas juveniles, además de ocho solistas) dieron vida a este imposible. Y ese verdadero cataclismo remeció el teatro Caupolicán. Sí, ahí en calle San Diego 850. El público enfervorizado casi se funde en el conjunto total. Muy mahleriano porque había voces e instrumentos repartidos en distintos lugares de las graderías, que a su tiempo irrumpían según la partitura. El efecto es el de los distintos sitiales del cielo imaginado por la Cristiandad.

Pero, pese a tanto despliegue humano, si nos remontamos en los afluentes que inspiraron a Mahler, comprobaremos que en ellos no hay necesariamente multitudes, sino la secreta interioridad de artistas-humanistas como Goethe. Pues esta sinfonía es en buena parte la “representación” de los últimos versos del “Fausto” (no la disco).

“Fausto” es un drama misterioso sobre un sabio, intelectual y científico, que después de haber estudiado toda una vida, hallándose solo en su gabinete, invoca a Mefistófeles, el más burlón de los demonios, para que lo conduzca en los placeres de la existencia que dejó de disfrutar. Lo que sigue es el rejuvenecimiento y deterioro moral del personaje. Una vez lo hubo publicado en 1808, durante más de 20 años Goethe trabajó la segunda parte que se imprimió póstumamente en 1832. El resultado fue una mezcla de teatro y tremendo tratado filosófico-moral, si se quiere, irrepresentable.

Con tal esfuerzo Goethe constituyó algo así como la prueba palpable de la relación prioritaria entre el individuo solitario y lo inmenso, de la que son muestra en la Sinfonía N°8 los solos de violín emergiendo entre el diluvio orquestal.

El “Fausto” se convirtió en un teatro para ser leído e imaginado por lectores comunes y corrientes (se leyó no poco en el liceo chileno).

Y muchos de estos lectores en América y el mundo emprendieron proyectos titánicos también. La primera traducción hispanoamericana de esta obra fue la de un viejo conocido nuestro, Manuel Antonio Matta (exacto, el fundador del Partido Radical), que la vertió al castellano en versos rimados (postm. 1907). Entretanto, compositores como Berlioz, Boito y Gounod aportaron sus versiones a la música vocal. La ópera de este último dio pie a un poema gauchesco de Estanislao del Campo que se conoce como “Fausto criollo” (1866), sobre el cual, a su vez, Alberto Ginastera compuso su “obertura” de 1943 y el extraordinario músico argentino Mario Esteban, una ópera folclórica para títeres en 2012.

Que Goethe, en quien el mexicano Alfonso Reyes vio a una brújula de los americanos (Bello lo llamó “gran maestro de nuestros días”) siga orientándonos. ¡Bravo!

Por Joaquín Trujillo, investigador Centro de Estudios Públicos

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