Columna de Joaquín Trujillo: Paradigmas
Quizá el siglo XVIII vio en Carlos III de España al ¿último? rey feliz. Otro fue el caso de sus sucesores Carlos IV y Fernando VII. La principal acusación: haberse dejado embaucar, apresar, humillar por Napoleón Bonaparte. Y el pueblo tuvo que sublevarse ante la invasión del progresismo francés.
Ya en el siglo XIX, se acusó a Fernando de haber permitido levar anclas al Imperio Español en América que bajo su reinado se dispersó en distintas repúblicas (Chile entre ellas). ¿Y a su sucesora Isabel II? Contra ella se chismorreó de todo: analfabeta y ninfómana, entre otros oropeles.
Tras la restauración de Alfonso XII, la cosa no se suavizó con Alfonso XIII, el rey que abrió el siglo XX obligado a exiliarse de España a causa de la Segunda República. Dos de sus herederos tuvieron que renunciar a un trono que ya no tenían. Y el que quedo, aunque siempre sin corona, fue Juan. Vivió exiliado a bordo de embarcaciones y en Estoril, Portugal, convertido en uno de los principales enemigos de Francisco Franco, el “caudillo” que por entonces gobernaba porque los borbones habían sido incapaces de hacerlo bien (decía él).
Franco educó al hijo de Juan, Juan Carlos, para que lo sucediera. Así, cuando el penúltimo monarca subió al trono, el resumen era el siguiente: Alfonso no acabó su reinado y su hijo Juan nunca tuvo el suyo. El precio político a pagar por la Guerra Civil Española (otra más).
La figura del rey Juan Carlos, y sus jefes de gobierno Suárez y González, contribuyó a estabilizar la democracia en el contexto de una monarquía reinaugurada en los años 70. Pero este monarca borbón también cayó en desgracia como consecuencia de negocios y amoríos extramatrimoniales (que son siempre malos negocios).
Antes de su declive, abdicó en su hijo, el rey Felipe VI, que acaba de enfrentar violentos disturbios en Paiporta, localidad azotada por la catástrofe de las precipitaciones en la región de Valencia.
Curiosamente, el rey y la reina se mantuvieron dignos mientras el jefe del gobierno, de cuyo nombre no logro acordarme, huyó a perderse.
Quién lo diría. Los líderes democráticos se escabullen de las personas mientras los representantes no elegidos por nadie que son los de la tradicionalmente vapuleada monarquía acaban abrazándolas y conversando con ellas, no sin asperezas, por cierto.
Si seguimos y traducimos autorizados de algunas licencias los dichos de Cicerón, las repúblicas que funcionan son una combinación de distintas energías: pueblo, políticos, reyes. ¿Será que a nosotros nos falta eso, no digamos reyes, pero sí aquellos que, pese a todo, quedan de pie cuando el cielo se derrumba sobre la tierra en forma de mares de lodo?
Una moraleja por el estilo deja España con su monarquía que sale a flote, no se sabe cómo. O tal vez sí. Destaca un efecto terapéutico: por más méritos que tengamos hay cumbres que no alcanzaremos (reinar es una). O también, descreer del cuento del progreso irreversible de la historia. Pues parece que ciertos paradigmas, sin ser eternos, subsisten.
Por Joaquín Trujillo, investigador CEP
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