Columna de Joaquín Trujillo: Un libertador
Muchas avenidas, calles y pasajes interiores, sin duda, pero, ¿con cuántos nombres de políticos de la historia de Chile se ha bautizado una región, una provincia, una comuna? Además de provincias y comunas alusivas a generales y capitanes, ¿las regiones de O’Higgins y la de Aysén del General Carlos Ibáñez del Campo llevan esos nombres en virtud de su protagonismo político o más bien militar? ¿Y en ese resumen de los símbolos de una sociedad que son las monedas y billetes? Perdón que hable de plata, pero hoy los protagonizan figuras heroicas de la espada -O’Higgins ($50, 10, 5 y 1), Carrera Pinto ($1.000), Rodríguez ($2.000), Prat ($10.000)-, genios del intelecto y la creación -Mistral ($5.000) y Bello ($20.000)- y hace poco un alto prelado -el Cardenal Silva Henríquez ($500)-. ¿Ningún Presidente que pueda ser llamado eminentemente civil? ¿Senador? ¿Diputado? ¿Alcalde o concejal destacado?
Por algo será.
Usted ya lo pensó. Entre otras comunas, una lleva el nombre del Padre Alberto Hurtado, un santo que tuvo mucho de político. Y bueno, también está la de Pedro Aguirre Cerda, Presidente de la República, ministro, parlamentario, profesor de liceo, abogado, connotado hermano masón, protector de ese insigne obelisco llamado Gabriela Mistral.
Un reciente libro, crítico, informadísimo y divertido, del historiador Cristóbal García-Huidobro despeja muchas de estas incógnitas. Don Pedro habría sido “el Presidente de todos los chilenos”. La expresión en la biografía de García Huidobro nada tiene de hueca. Efectivamente, Don Tinto fue un patriota sin segunda opción, Aguirre tuvo la capacidad de lograr combinaciones políticas movilizadoras, además de ser un inconfundible representante de la fisonomía criolla, morena, castiza, del valle del Aconcagua. Hijo de agricultores (su padre era propietario de unas 70 hectáreas), educado en la escuela rural de Pocuro y el liceo de San Felipe, en el Instituto Pedagógico y en la Facultad de Derecho de la U. de Chile, luego en París, perteneció al ala centro-derechista del Partido Radical, la de Enrique Mac-Iver, y no renegó de ella.
Si su mentor alertó sobre la crisis moral de la República de Chile en los años del primer centenario, como parlamentario, ministro y Presidente su discípulo Pedro Aguirre se dedicó a resolver esa crisis.
Es en este sentido que don Pedro Aguirre fue mucho más que un promotor de la industrialización. Fue un libertador en el sentido más genuino de la palabra. Su obsesión con librar al pueblo chileno del analfabetismo y el alcoholismo, entre otros “ismos”, tuvo no poco de gesta, de persistente hazaña de liberación nacional. La educación no solamente era asistir a las escuelas de manera obligatoria, por cierto. Era aprender a dominarse, a autogobernarse, a abstenerse, alejarse del vicio, saber vivir. Abrir la mente a través de la lectoescritura y cerrarle los sentidos al descontrol vicioso.
Pero de la misma manera que ocurrió con su mejor amiga Gabriela Mistral, nos hemos quedado con la versión parvularia de Pedro Aguirre y con uno que otro homenaje a la educación pública de la boca para afuera. Por algo será.
Por Joaquín Trujillo, investigador CEP