Columna de Joaquín Trujillo: Una negociación folclórica



Por Joaquín Trujillo, investigador del centro de Estudios Públicos

Corría la década de los 90 y yo seguía la básica en la Escuela G-36 Bartolillo, más tarde rebautizada Ester Silva Somarriva, en homenaje a la vieja dama liberal que donara el terreno y que había vivido hasta los cien años tejiendo chalecos para los estudiantes.

Nuestra escuela era conocida por el grupo folclórico Los Pantuflos. Lo dirigía el profesor de castellano, música y artes plásticas Fernando Guajardo, una especie de Zoltán Kodály, investigador de raíces populares, compositor, coreógrafo y escritor. En el conjunto participábamos una treintena de estudiantes agrupados en bailarines e instrumentistas. No solamente animábamos los actos oficiales del 21 de mayo y el 18, los días de la madre, el docente y el carabinero, recorríamos asimismo la provincia, siempre en actos oficiales, presentándonos ante distintas autoridades: parlamentarios, intendentes, gobernadores, concejales, el círculo literario, hasta incluso presidentes de la República, y si no quedaba otra, el alcalde.

Cada intervención de Los Pantuflos era un ballet integrado de varios números, en que se mezclaban tonadas, cuecas, cumbias, ritmos nortinos a veces música de Violeta Parra y Los Jaivas, y muy especialmente las composiciones de nuestro profesor, una de ellas, un ballet cuya trama daba un recorrido por cada localidad del Valle de Alicahue, comenzando en la alta cordillera y terminando en el pueblo de Cabildo. Los personajes que danzaban eran labradores, pirquineros, lavanderas, hilanderas. Pero yo estaba frustrado.

Puesto que yo tenía algún talento para la música, pero no la danza, mi participación se reducía a cantar, tocar el piano, la flauta e invertir una y otra vez el palo de agua. Me estaba vedado el escenario, me hallaba recluido en el fondo, sin ningún protagonismo visual. Un día, me quejé ante don Fernando Guajardo y le dije que yo quería ser un bailarín.

El problema era que los bailarines eran verdaderos acróbatas. Prácticamente volaban por el escenario, cruzaban de allá para acá, se desperdigaban en un aparente caos para recuperar la simetría coreográfica. Hacía falta un instinto muy especial, una levedad que yo no poseía. Yo era rígido como el palo de agua.

Nuestro profesor me dijo que vería, que quizás, que después… es decir, hizo lo posible por impedirme arruinar el espectáculo. Yo insistía. Mucho tiempo.

Hasta que se le ocurrió una idea. Si yo necesitaba el protagonismo de la escena podía convertirme en el espantapájaros de los potreros. Y así fue como me autocrucificaba en palos de escoba y en un momento del ballet, un bailarín me abrazaba bajo las rodillas, me alzaba hacia lo alto, y mientras él danzaba, llegaba al centro del escenario y clavaba al ente inmóvil en mitad del sembradío. Para hacer mi papel a la perfección, yo debía quedarme más tieso que nunca. Luego, cuando soplaban los vientos, me bamboleaba, sin nunca abandonar mi lugar, pero con toda la danza a mi alrededor. ¿Lo había logrado? Qué sé yo. Esta historia de la vida real es sobre política.

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