Columna de Jorge Burgos: Homenaje a Edmundo Pérez Zujovic
Se cumplieron 52 años del asesinato del ex vicepresidente de la República, Edmundo Pérez Zujovic, por parte de tres integrantes de un grupo armado de ultraizquierda denominado Vanguardia Organizada del Pueblo. El asesinato provocó enorme conmoción nacional y motivó que el Presidente Allende, que llevaba medio año en el poder, lo calificara como un atentado contra la estabilidad democrática y contra su propio gobierno.
Nacido en Antofagasta, Pérez Zujovic, era hijo de inmigrantes, y a los 18 años, al perder a su padre, debió ponerle el hombro para sostener a la familia. Trabajó en diversas faenas y, con gran esfuerzo, se ganó un lugar como empresario de la construcción. Fue uno de los fundadores de la Democracia Cristiana en 1957 y, luego, cuando Eduardo Frei Montalva llegó a la Presidencia, en 1964, se desempeñó primero como ministro de Obras Públicas y luego como ministro del Interior.
A partir de los dramáticos hechos acaecidos en marzo del 69 en Puerto Montt, Pérez Zujovic fue el blanco de una injusta y particularmente inescrupulosa campaña para presentarlo, ante la opinión pública, como represor del pueblo. Su asesinato fue, sin duda, el corolario de esa campaña, en un contexto en el que los odios políticos iban creando las condiciones para la gran tragedia de 1973. La muerte del ex vicepresidente, como la del comandante en jefe del Ejército, René Schneider, asesinado 9 meses antes, fueron el sombrío anuncio de que, por desgracia, a Chile le esperaban muchos dolores.
Se cumplirán en septiembre 50 años del golpe de Estado, que significó el derrocamiento del Presidente Allende y el hundimiento de una democracia que, pese a sus insuficiencias, había dado cerca de 40 años de estabilidad institucional al país. La larga dictadura que sobrevino hizo que, por contraste, los chilenos asimiláramos duras enseñanzas sobre el valor de las libertades, y el papel insustituible del Estado de Derecho en la misión de protegerlas.
Tenemos que hacernos cargo del pasado doloroso. Eso implica no temer al debate sobre lo que representó en la historia del país. Hay quienes prefieren concentrar la atención en las consecuencias del 11 de septiembre del 73, y otros prefieren concentrarse en las causas. En realidad, no es posible aislar unas de otras. Solo nos sirve examinar el proceso global del deterioro de la cultura de la libertad y de lo que significó la entronización del autoritarismo porque solo de ese modo podemos sacar lecciones para mejorar nuestra convivencia democrática hoy.
Una cosa es clara. En una sociedad abierta, plural, no hay ni puede haber una verdad oficial sobre el pasado, impuesta desde el poder como la única válida. La historia está permanentemente sometida a revisión, y cualquier intento de bloquear tal proceso está condenado al fracaso. Por lo tanto, no existe la posibilidad de cerrar el debate sobre la manera de contar el pasado, ni sobre sus efectos, ni sobre el rol de las personalidades, etc. Ya hemos visto muchos casos de figuras que parecían haber ganado un lugar honroso en la historia, y que no resistieron las reinterpretaciones que vinieron luego.
Esperemos que la conmemoración de los 50 años no traiga al presente las divisiones y los enconos del pasado. La responsabilidad del gobierno es muy alta al respecto. Sería lamentable que, por razones menguadas, se buscara usar el aniversario para servir los intereses políticos del presente.
Como hemos comprobado en los años recientes, la irracionalidad política puede estar a la vuelta de la esquina. En 2019, la violencia con cara cubierta llevó a nuestro país a una crisis que debilitó la legalidad, el orden público, fomentó las peores formas de acción antisocial y puso al régimen democrático en la situación de mayor riesgo desde 1990. Se demostró entonces que ciertas lecciones del pasado pueden olvidarse.
El recuerdo honesto de Pérez Zujovic y de todas las víctimas de los odios políticos debe alentarnos a fortalecer la vida en democracia, a rechazar sin dobleces ni condiciones la violencia como método político, a no permitir que nuevos fanatismos contaminen nuestra convivencia. Necesitamos vivir en comunidad, y eso exige que todos cautelemos la paz y la libertad.