Columna de Jorge Gómez: Ciudadanos inciviles
El deterioro de lugares públicos es notorio. Basta pensar en Plaza de Armas, Parque Bustamante o el sector de Plaza Baquedano. No son los únicos lugares del gran Santiago que lucen descuidados. Días atrás la fachada de la más antigua construcción capitalina, la Iglesia de San Francisco, fue nuevamente garabateada por desadaptados. Entre estos estaba el tristemente conocido Roberto Campos, el profesor que destruyó un torniquete en metro San Joaquín durante el mal llamado estallido social.
La vandalización constante de espacios públicos e incluso patrimoniales denota el predominio de la ramplonería. El problema es que hace años que en Chile se validan conductas inciviles como si fueran expresión de cultura o conciencia social. Se ha estimulado el imbunchismo, ese cultivo de la fealdad del que hablaba Joaquín Edwards Bello. Algo que también es apreciable cuando se construyen ampliaciones o rascacielos sin criterio estético.
El mejor ejemplo del daño que ha generado el imbunchismo cultural, donde cualquier cosa por grotesca que sea es considerada cultura o arte, es sin duda Valparaíso. Bajo la apelación a lo carnavalesco se instaló una cultura de la indecencia que, con performances truculentas mediante, ha terminado por convertir al puerto en un gran baño público.
El creciente deterioro de algunas ciudades chilenas refleja el declive de nuestra civilidad. Semanas atrás, por ejemplo, se viralizó la imagen de un sujeto orinando en un andén del Metro. Fue la guinda de la torta para un proceso de deterioro, del históricamente ordenado servicio de Metro, que comenzó con la invasión del comercio ambulante en sus estaciones. Toda esta majamama ha derivado en un desorden que incluye constantes agresiones al personal de Metro que intenta despejar espacios y evitar la evasión del pasaje, otra clara expresión de la generalizada falta de cultura cívica.
El respeto de las normas es esencial para vivir civilizadamente. Pero no todo puede depender de la fiscalización. La cortesía es importante como norma social básica. Antiguamente, las iglesias, las escuelas, los clubes e incluso los partidos políticos cumplían un rol importante en cuanto a promover la civilidad en ese sentido. Ahí se aprendían normas de urbanidad. El problema es que, en Chile, al parecer, se presumió que el simple acceso al consumo generaría eso entre los ciudadanos. Un error garrafal que Tocqueville advirtió al resaltar la importancia de la asociatividad como base de la democracia. Así, el valor del trabajo y la compostura fueron reemplazados sin más por la simple pasión por el dinero y el consumo. Ello en parte explica el auge del llamado lumpen consumismo y la cultura narco en Chile, junto con el notorio declive de la cortesía como pauta de conducta. Todo esto no es un tema de riqueza o pobreza, ni de clases sociales, sino un problema ético.
El mejor ejemplo de lo anterior son los liceos emblemáticos. El nivel de incivilidad entre algunos de sus estudiantes supera la capacidad de los docentes de imponer autoridad, lo que ha llevado el asunto a un nivel policial. Pero tampoco hay que ser hipócritas. Es decir, qué clase de civilidad esperamos si algunos mal llamados profesores, como Roberto Campos, actúan como vándalos.
El problema es que la incivilidad es terreno fértil para los delincuentes. Sean chilenos o extranjeros. Piense en los automóviles sin patente y como eso alimenta la impunidad. Algo similar ocurre con las tomas, que se han vuelto terreno fértil para mafiosos, como los asesinos del carabinero Daniel Palma, que venden terrenos o cobran arriendo por propiedades que no les pertenecen.
Frente a todo esto hay que hacer cumplir las leyes con rigor y claridad. Se deben evitar medidas contraproducentes como la anunciada por el gobernador de la Región Metropolitana, Claudio Orrego, quien dijo: “cada vez que vuelvan a rayar, pintaremos nuevamente, una y mil veces”. Pero, subvencionar el vandalismo no es la solución.
La crisis de seguridad en Chile se hace más compleja porque es en la disociación que produce la incivilidad donde no solo permea la criminalidad, sino también la demagogia y el autoritarismo. No vaya a ser que, bajo la promesa de seguridad, terminemos gobernados por un encapuchado de la primera línea, un líder de una barra brava o un típico caudillo latinoamericano.
Por Jorge Gómez Arismendi, Fundación para el Progreso.