Columna de Jorge Gómez: La violencia del fanatismo

Manifestaciones junio 1973
Manifestaciones junio 1973 (Archivo Histórico / Cedoc Copesa).


Eduardo Frei Montalva, en el prólogo al libro de Genaro Arriagada De la vía chilena a la vía insurreccional, publicado en 1974, plantea que: «El violentismo es una forma mesiánica de los que sabiéndose minoría sin destino se auto estiman portadores de la “verdad” por encima de la voluntad del pueblo. Ellos constituyen una nueva forma de una plutocracia mental que cree pensar por el hombre, al cual consideran en el fondo incapaz de expresarse y conquistar su propio destino. Ellos creen saber lo que conviene y lo que es útil destruir para conseguir sus objetivos. Ellos jamás podrán construir en la paz y en la solidaridad, sin lo cual ninguna forma social es humana y creadora».

Lo que describe Frei Montalva es lo que Raymond Aron denominaba como ingenieros de almas. Aquellos fanáticos que presumiéndose del lado correcto de la Historia o de la verdad, presumen tener permiso para recurrir a cualquier tipo de medio en nombre de un fin superior. Un fanatismo que, a inicios de los años 60, ya advertía como problemático un pensador agudo como Jorge Millas, quien decía que ahí yace la problemática asimilación de que el fin justifica los medios. Millas, advertía que a partir de eso surge la figura del inquisidor o el comisario, que son dos formas de aberración espiritual. De ahí a validar la violencia como medio para acabar con los revisionistas o los herejes, hay un paso.

El fanatismo es la extrema moralización de la política donde unos son consideramos como santos y otros como demonios. Si además tomamos en cuenta los efectos perlocutivos del lenguaje, es esa ilusión, de una especie de redención a manos de quienes se presumen santos, la que se instala en desmedro del pluralismo político y marca el posterior desmoronamiento del plano político, jurídico y democrático en Chile. El lenguaje hace manifiestas intencionalidades, que pueden cumplirse o no, pero que en un contexto político moralizado y polarizado por el dogmatismo como lo era el contexto chileno de esos años, puede tener mayores efectos en otros.

¿Qué sucede en una sociedad donde retóricamente se asume que es posible aniquilar a otros? ¿Qué tipo de política se constituye a partir del imperio del dogmatismo? En ese sentido ¿cuánto contribuyeron las posturas fanáticas a sembrar el desdén por la vida ajena y el decisionismo político, en el Chile de los años 60, 70 y 80?

Extrañamente, la reflexión del ex presidente Frei Montalva es eludida o ha sido eludida en las discusiones actuales a propósito de los 50 años del quiebre democrático. En parte es comprensible porque nadie quiere asumir la carga del fanatismo criminal que se esconde cuando alguien vindica la violencia como medio para cumplir un fin. Es también probable que muchos intenten eludirlo porque es también el fanatismo el que alimenta ese mesianismo desde el cual algunos han presumido tener una moral superior en pleno siglo XXI. Es el fanatismo el que también alimenta el sectarismo. Y peor aún, el que alimenta la deshumanización de quienes disienten. ¿Cuánto se ha reflexionado al respecto? Quizás poco en realidad.

Lo que actualmente se plantea como una reflexión respecto al quiebre democrático ocurrido hace cincuenta años más bien parece esas discusiones infantiles donde las partes se acusan mutuamente sin lograr dirimir nada. En el fondo se busca eludir algo que los actores de la época asumían como opción, abierta o soterradamente: aniquilar a otros. Ahí, en esa concepción anti política, en esa distorsión respecto a los medios, subyace el problema fundamental del período en cuestión. Porque la retórica de la violencia opera como una fuerza cuya inercia adquiere cursos inesperados e impredecibles. Se devora a víctimas y victimarios. Por eso debe estar bien encerrada bajo marcos normativos legales y éticos.

Jorge Millas y Eduardo Frei Montalva no sólo tuvieron una postura crítica al fanatismo revolucionario que subyacía a la Unidad Popular, sino también frente a la dictadura de Pinochet. Como bien planteaba Millas en su discurso en el Caupolicán en 1980, los defectos de la democracia «se corrigen en virtud de su propio dinamismo, porque su esencia está en el anti-dogmatismo, el anti-mesianismo, el anti-personalismo». Eso implicaba defender el libre examen y la búsqueda de lo razonable, algo que se había perdido para Millas bajo la dictadura y las pasiones desenfrenadas.

Quizás la lección primordial es que la violencia, en cualquier de sus formas, en una democracia, no es un medio aceptable. Por imperfecta que se considere esa democracia. Que el violentismo surja no significa darle una connotación ética como medio a la violencia. Como decía Jorge Millas en su discurso donde vindica la democracia frente al autoritarismo: «no hay gracia alguna en proteger la democracia desnaturalizándola». Por aquí debería surgir cualquier acuerdo a propósito de los 50 años del golpe.

Jorge Gómez, investigador senior FPP.