Columna de José Garrido: Democracia Viva y Estado subsidiario

Democracia Viva


No deja de ser paradójico que, en el seno de los máximos detractores del Estado subsidiario, el Frente Amplio, existiese una fundación dedicada a la defraudación de las arcas fiscales. Un proyecto político sustentado en atacar la acción subsidiaria de la sociedad civil tenía su modelo de negocios en defraudar el subsidio estatal. Ahora es comprensible que la demonización de la educación subvencionada, en el fondo, es el subterfugio para centralizar recursos que, luego, pueden ser desviados a intereses políticos a través de programas de política pública. También queda claro por qué los miembros de esta fundación financiaran con recursos públicos la campaña de un proyecto constitucional que proponía “descentralizar” la toma de decisiones, al mismo tiempo de debilitar el control sobre esos recursos.

El caso de Democracia Viva, que no será el único si se escarban los numerosos programas que actualmente gestionan fundaciones y ONG para las más variopintas “demandas sociales”, es un ejemplo para discutir cuestiones de fondo.

La primera es, evidentemente, ética. Un sector de esta nueva izquierda progresista vilipendió sus antecesores, destacando por su imprudencia e impudicia moral. Llegaron al poder sobre la base de la violencia y el oportunismo político. No tuvieron reparos en mentir y boicotear desde la oposición al punto de poner en riesgo la salud pública en plena pandemia. Pensar que esa estrategia no tiene costos a corto plazo es imprudente. Y es impúdico ver cómo ahora se erigen como defensores de las instituciones republicanas, entre otros “valores” otrora detestados.

La segunda es política. Un Estado subsidiario es una alternativa viable frente a la idea de un Estado garantista de derechos que deriva en judicializar derechos sociales, de manera regresiva, además de ineficiente, como el caso colombiano. Ahora bien, es una alternativa, solo en la medida que no quede capturado por esta verdadera industria de fundaciones dedicadas a resolver -muchas veces sin hacerlo- problemas de política pública. El actual estado de los programas sociales, ya hace años, enseña que muchos de estos están ahí mal evaluados, para darle empleo a profesionales bien remunerados, incluso sobre el precio de mercado, más que a resolver problemas sociales. Si el Estado social de derechos es la panacea intelectual del igualitarismo, el subsidiario es la alternativa a las motivaciones altruistas neoliberales.

Derivado de la anterior, el vilipendiado Estado subsidiario en esencia es reflejo de una tradición de la Doctrina Social de la Iglesia que se gesta en las reformas a la Constitución de 1925 (1970), haciendo frente a la amenaza totalitaria del socialismo marxista chileno. Ello, por cierto, ya tenía sus antecedentes en la institución de patronato que en el mundo católico es la base de las instituciones benefactoras. En resumen, es el reconocimiento de la sociedad civil en el dominio del interés público. No obstante, el Estado subsidiario presenta problemas. Y no es una cuestión nominal que se redacte en una Constitución. El Estado en su relación con la sociedad civil está en el trade off de monitorearla a tal punto que se haga imposible ejecutar un programa, o bien, que quede expuesto a la captura de algún grupo de interés político de turno. Y no cabe duda que en la actualidad el malestar que generan los servicios administrados por el Estado ha ido socavando la confianza de la población de que éste pueda resolver sus problemas.

En el caso de Democracia Viva, por cierto, es el comienzo de la debacle de un sector político inmaduro y prepotente. Acostumbrado al señorío académico que no discute con quien piensa distinto. Oportunista y de una moral pública deficiente. El punto de fondo, no obstante, es que un modelo de administración pública subsidiaria no puede tener como finalidad el buenismo de un sector que quiere hacer carrera profesional o satisfacer part time sus motivaciones benevolentes.

En el fondo, un Estado subsidiario inspirado en el paternalismo y la dependencia de programas sociales que sea la piedra de tope de un sistema de derechos y libertades. Más aún cuando las instituciones públicas son capturadas por elites que tienen al Estado como parte de un “modelo de negocios”. En ello cabe ser más escépticos del discurso mesiánico y de la buena voluntad de la clase política. La competencia y la transparencia son claves para introducir mérito e imparcialidad en los criterios de asignación de recursos. Pero, sobre todo, metas específicas que no eternicen la subsidiariedad como modelo de negocios, desnaturalizando la esencia de la acción benefactora privada: la libertad del uso adecuado de lo que me pertenece.

Por José Garrido, Investigador de la Facultad de Gobierno, Universidad del Desarrollo