Columna de Josefina Araos: Ceguera selectiva
Apenas tres semanas antes de la elección en Venezuela, Michelle Bachelet publicó una columna en un importante medio donde manifestaba la preocupación que hace un tiempo sabemos la embarga, a ella y a buena parte de la izquierda: el avance de la ultraderecha. Su argumento sigue un derrotero conocido, en que la constatación del éxito de figuras como Javier Milei o Marine Le Pen, es seguida por la denuncia de los verdaderos motivos que los inspirarían. Se trata de los denominados “retrocesos civilizatorios”, iniciativas que buscarían revertir los derechos alcanzados por las minorías y grupos excluidos, mientras socavan por dentro las instituciones democráticas para perpetuarse en el poder.
Los problemas de este enfoque ya han sido señalados: caracterizaciones abstractas que agrupan a figuras muy distintas entre sí y que, preocupadas por construir cercos sanitarios para contenerlas, no terminan de explicar por qué esos líderes logran tal adhesión ciudadana. Sin embargo, los trágicos hechos ocurridos desde el domingo pasado en Venezuela, luego del escandaloso fraude electoral que solo viene a refrendar –y no apenas a iniciar, como parecen decir algunos con su sorpresa– la configuración de un régimen dictatorial en ese país, hacen aún más evidentes los puntos ciegos de esta mirada. Desde hace más de un año que Bachelet –también el Presidente Boric, y distintos miembros de la izquierda local– manifiestan su inquietud por la amenaza latente de la ultraderecha, mientras en el vecindario los riesgos objetivos están también, y hace un buen tiempo, del otro lado del espectro (además de Venezuela, en Nicaragua y Cuba). No se trata de negar los problemas evidentes de la derecha radical, sino de subrayar la desconexión absoluta de las preocupaciones de aquellos que la cuestionan.
Lo grave de todo esto es que sugiere que el compromiso con la democracia es ambiguo, pues ella solo merece defensa robusta cuando la amenaza proviene del adversario. Así, advertencias como las de Bachelet pierden credibilidad y persuasión: sus análisis críticos son generalizaciones que no dan cuenta de las circunstancias particulares, ni buscan identificar todos y cada uno de los peligros. Pasan así con total facilidad del escándalo al silencio cómplice, pues mientras las elecciones del parlamento europeo despiertan sofisticadas reflexiones sobre el riesgo de la ultraderecha, los hechos ocurridos en Venezuela no merecen por días mención alguna. Y cuando al fin llega el momento de referirse a ellos, es de una tibieza que raya en lo inaceptable. El problema en Venezuela no es la falta de transparencia en las elecciones del domingo ni tampoco el fraude electoral, sino la perpetuación en el poder de un dictador dispuesto a todo. El Presidente Boric, que a todas luces ha sido más enfático y duro con lo que pasa en ese país, permanece en la misma tibieza, o al menos en la ingenuidad: a casi una semana de la elección sigue esperando un conteo justo, cuando esa alternativa desapareció hace un buen rato del horizonte. Si acaso alguna vez fue posible esperarlo.
Necesitamos líderes políticos con juicios consistentes respecto de los acontecimientos en curso, que manifiesten un compromiso real con la democracia. Con esto no se está pidiendo una suerte de empate que dirija condenas fáciles a un lado y otro, reproduciendo así los análisis infructuosos. El desafío es ofrecer interpretaciones críticas y libres frente a las circunstancias que toca atestiguar, y no en cambio reflexiones interesadas. Eso exige cuidar la democracia (distinto a defender el propio proyecto). En caso contrario, la ciudadanía ya desapegada advierte tales estrategias, y si constata en sus líderes un compromiso instrumental, nada impide que ella misma profundice su distancia con el sistema. Ese es, en último término, el principal peligro.
Por Josefina Araos, investigadora IES
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