Columna de Josefina Araos: El INBA, la violencia y el Frente Amplio
Es una paradoja (y una tragedia) que después de las grandes reformas educacionales promovidas por quienes nos gobiernan, el “gueto de marginalidad” –citando a su ideólogo Fernando Atria– en que se había convertido nuestra educación pública solo se haya radicalizado. Porque el asunto ya no es solo que en ella estudien los grupos más pobres de nuestra sociedad y reciban una educación de peor calidad, sino que esta ha sido invadida por quienes han decidido ubicarse en los márgenes –o derechamente fuera– de la convivencia civilizada.
La explosión de una bomba molotov esta semana en un baño del Internado Nacional Barros Arana (INBA) es prueba de ello. El resultado fue una treintena de heridos, algunos de ellos en riesgo vital. La directora de la institución señaló que se trata de un hecho aislado en una comunidad que habría recuperado el diálogo entre sus miembros. Sin embargo, aunque exista ese esfuerzo, la evidencia de los últimos años revela lo contrario: en los liceos emblemáticos, hoy lo aislado es el diálogo, y lo cotidiano, la violencia. El contexto de base es una autoridad impotente en sus distintos niveles, que solo observa entre lamentos la destrucción de aquello que, se supone, debería estar más protegido.
Entrevistado por el episodio en un programa radial, el diputado Gonzalo Winter condenó los hechos y se encargó de liberar a su sector de toda responsabilidad sobre lo ocurrido. Las reformas emprendidas aún no tendrían efecto, se trataría de un proceso largo de decadencia iniciado desde la dictadura y ellos habrían distinguido siempre y con total claridad entre la protesta legítima y el delito. La bomba correspondería a esto último, por lo que solo cabría ante ella aplicar las sanciones que establezca la investigación penal.
Aunque se podrían plantear ya varias dudas respecto de cuán claras han sido las distinciones del Frente Amplio entre protesta y violencia, no es ese el principal problema del argumento del diputado. El punto no reside exclusivamente en haber validado la violencia, sino en la severa confusión que predomina en ese mundo a la hora de explicarla: la trayectoria del país evidenciaría tal nivel de despojo e injusticia –o de “violencia estructural”– que no hay cómo cuestionar que los más desfavorecidos expresen su rabia por medios violentos (asumiendo además que son siempre ellos los que se manifiestan en esos términos). Es efectivo que existen profundas deudas de la institucionalidad con las grandes mayorías, y que esa constatación puede gatillar violencia (basta mirar la historia para confirmarlo); otra cosa muy distinta es justificarlo.
Por lo demás, para que esa justificación ocurra se requiere una particular comprensión de la autoridad que también predomina en el entorno frenteamplista. No es que se enfatice el peligro de que el poder devenga abusivo, sino que prima una lectura donde este es así por defecto. En rigor, nada en la ideología del Frente Amplio permite distinguir entre autoridad legítima y poder arbitrario. Eso explica que se idealice toda instancia que se le oponga: en el caso de la educación, la juventud. Y lo que vemos entonces es que a ella se apela solo para denunciar sus carencias, sin detenerse un momento a ver si hay algo que a esa juventud se le escapa: todas sus expresiones revelan una lucha legítima. Por eso se le pide ser rebelde, organizarse, mostrarle a la autoridad sus errores. Pero ¿para qué? ¿En nombre de qué? ¿A costa de qué? Nada de eso aparece en la reivindicación acrítica del Frente Amplio de la juventud. Asumen su bondad, sin antes haber acompañado a los jóvenes en la búsqueda y reconocimiento de lo que tiene valor. Eso solo se descubre si alguien te lo muestra. Pero volvemos al inicio: esto requiere que quien guía sea capaz de constatar en la realidad algo valioso y aceptar que eso es lo que justifica su papel conductor. A eso renunció el Frente Amplio y, ya sin credibilidad alguna, intenta convencer de que siempre condenó la violencia, cuando lo que hizo en realidad fue confirmar en ella que no había nada que valiera la pena cuidar.
Por Josefina Araos, investigadora IES