Columna de Josefina Araos: El inquietante Milei
Inquieta la figura de Javier Milei. Inquietó al irrumpir en la escena política argentina con su estilo provocador y disruptivo; inquietó también durante su campaña emplazando y denostando a la clase política, prometiendo barrer con una institucionalidad que dejó al país a la deriva. Inquietan las multitudes que lo siguen hasta hoy, por ahora pacientes ante el impacto de la política de shock del gobierno y dispuestas a seguir aplaudiendo y vitoreando a un mandatario que no para de abrir polémicas.
Basta mirar esta última semana, donde partió tratando de cobarde al Presidente español y terminó como vocalista haciendo bailar a todo el Luna Park al ritmo de una canción de La Renga. Tenía ganas de cantar, dijo, y en su propia versión del tema el autodenominado fenómeno barrial volvió a confirmar no solo su desprecio por “la casta”, sino su deseo de comérsela. “El radical”, como lo presentó en su última portada la revista Time, promete devorarlo todo.
Pero hay un nivel más profundo que explica la inquietud que genera Milei, más allá de su estilo y de su coqueteo (deliberado o no) con la locura. Y es que, por el momento, le ha ido bien. El tipo de iniciativas emprendidas, su falta de mayorías legislativas, la mala relación con la oposición y el historial de protesta de la sociedad argentina, auguraban un rápido deterioro del ambiente del país. Y, sin embargo, las convocatorias a la movilización no han concitado el apoyo esperado y las medidas aplicadas hasta ahora dan señales auspiciosas. Entre tanto, la gente parece dispuesta a tolerar los efectos de tales iniciativas (que son y serán dolorosos), se empeña en llegar a su trabajo a pesar de los intentos por paralizar ciudades y obedece al lema presidencial que reza “no hay plata”, confiando en que a la larga las señales auspiciosas se traduzcan positivamente en su vida cotidiana, aun cuando hoy no las experimente y nada esté asegurado. Todo esto ocurre ya cerca de cumplir medio año de mandato, lo que deja a Milei en una posición más segura que al inicio, mientras enfrenta al resto con preguntas inquietantes: ¿cómo es que una figura como Milei consigue, al menos por el momento, la paciencia de una ciudadanía que (no solo en Argentina) se muestra sin margen de tolerancia para la espera? ¿Cómo ha logrado Milei canalizar el hastío de grandes mayorías, furiosas con una política que amparó la corrupción y el despilfarro, y al mismo tiempo promover la disposición a sacrificios por una promesa que sigue siendo abstracta? ¿Y cómo es que algo así puede hacerse en el marco de un lenguaje como el de Milei, que parece haber renunciado a la posibilidad de la amistad cívica y la consideración respetuosa del adversario?
En último término, lo que esto manifiesta es que la inquietud que produce Milei solo termina de articularse en su figura, pero su origen y motivo son anteriores a él. Y esto es algo que en general no se plantea a la hora de analizar casos como los del mandatario argentino, presentados hasta hace poco como populistas, y hoy englobados bajo la etiqueta de ultraderecha, pues hacerlo solo aumentaría la inquietud: ¿qué historia previa explica el surgimiento de esta figura? ¿Cuál es la magnitud de las deudas, de los fracasos, también de las farsas, que hacen que un líder que casi en éxtasis canta la apetencia que le provoca su adversario, genere tal adhesión y simpatía? Siempre se podrá optar por el desprecio o la decepción frente a un pueblo seducido, por permanecer en la constatación de su irracionalidad e ignorancia, debatiéndose así entre una demonización eterna e infructuosa de la figura amenazante (y de sus seguidores) o la resignación total a sus términos (al verificar su éxito). Es el dilema que vive Argentina, pero también otros lugares que, como Chile, no escapan a las falencias de una política ineficaz ni a una ciudadanía hastiada dispuesta a apoyar a quien prometa asumir lo pendiente. A costa de lo que sea. Superar ese dilema depende, entre otras cosas, de que alguien intente, si no responder, al menos formular estas preguntas.
Por Josefina Araos, investigadora IES