Columna de Josefina Araos: El monstruo del miedo
El miedo es cobarde. Así enseña un libro sobre las emociones que leo a mi hija cada noche. A ella le encanta porque tiene un monstruo que pasa por todo el tobogán anímico del día, igual que ella, y le permite reírse de sí misma. A mí también me gusta; ayuda en una tarea a ratos desbordante. Pero curiosamente, cada vez que llego al miedo, me salto esa frase. Porque no me calza. Es que el miedo no es cobarde y no quiero que mi hija sienta eso cada vez que experimente el temor. Entonces lo cambio, por lo que sea. Mi preocupación es que no piense que es necesariamente una mala emoción o que nada la justifica. Porque el miedo no es cobarde. O no siempre. No tiene por qué serlo ni es eso en primer lugar.
Pero el libro es fiel reflejo de una comprensión extendida. Suele entenderse el miedo como cobardía o, en cualquier caso, como una baja pasión. Irracional, egoísta, mezquino, pusilánime, débil. Nada bueno lo despierta y nada bueno produce. Por lo mismo, más vale escapar pronto de allí. Tan dominante es esta mirada que nuestra política es un fiel reflejo de ella: el miedo es una baja pasión que debe reprimirse, o bien, azuzarse. Porque es claro que no se lo puede evadir, pues el miedo moviliza y lo hace masivamente. Pero tanto detractores del miedo como sus reivindicadores comparten la misma mirada negativa: una emoción que debe ser rápidamente superada por sus efectos, o libremente desatada para usarla en servicio de alguna causa sospechosa.
Nuestra política comparte hoy un desafío parecido al mío: comprender el miedo para poder lidiar con él. Porque Chile es hoy una sociedad atravesada por el temor. Lo confirma el último informe de Tenemos que Hablar de Chile que, si para 2020 registró una multiplicidad de discursos respecto de las razones del malestar social y los caminos que se abrían ante él, hoy constata uno solo: la demanda de seguridad. No hay casi otra cosa en el lenguaje explícito de los participantes del estudio, y fagocita todos los temas, en todos los grupos. Seguridad es la principal inquietud y, al mismo tiempo, la principal aspiración de una sociedad dominada por el miedo a que pase algo malo en las actividades más cotidianas. Salir a la calle, ir de compras o partir al trabajo, son hoy ocasión de exposición y deben evitarse. Ante ello, se levantan exigencias a una autoridad en la que, sin embargo, ya casi no se cree: control, norma y castigo, voluntad, convicción, mano dura. Datos inquietantes en que parece que el daño es ya irreversible; que no queda más que esperar a que llegue aquel dispuesto a apropiarse de una pasión ingobernable para dar rienda suelta a sus efectos.
¿Cómo interpretará a este Chile nuestra política? ¿Se hará eco del libro y presentará a la sociedad chilena como una sociedad cobarde? ¿Entenderá su miedo como la expresión de un ánimo negativo, que revela que ya hace mucho se entró en un espiral irreversible? ¿Es su demanda de seguridad un reclamo egoísta, evidencia de la manipulación de los medios amarillistas, o un indicador de disposiciones escondidas que anhelan reprimir, maltratar, perseguir, expulsar? ¿Mirará con distancia esa emoción, arrojándole datos a la gente para mostrarle que su miedo es infundado, que son percepciones sin correlato empírico? ¿O bien, se entregará al miedo irreflexivamente, viendo que ya es tan extendido que para evitar el zarpazo de un outsider más vale rendirse a lo que se pide, como si tomarse en serio el ánimo ciudadano significara ceder automáticamente a lo que se exige?
Tenemos el problema de que nuestra política suele pasar del desprecio ante señales sistemáticas, a la rendición total cuando ya es demasiado tarde. Pero quizás haya algo de tiempo para encontrar un espacio entre esas alternativas, y empezar a preguntarse por la razonabilidad del miedo, por su fundamento, su justificación. Que, a diferencia del cuento, la política no se quede apenas en la constatación de una emoción, y vaya en busca de sus causas; no para descubrir allí qué hacer, sino para reconocer qué es lo que hay que cuidar.
Por Josefina Araos, investigadora IES