Columna de Josefina Araos: Los mejores
Uno de los peores errores de este gobierno fue pensar que con ellos todo sería más fácil. En su momento, el cientista político Juan Pablo Luna lo formuló como una ilusión: la idea de que bastaba el recambio de elites para que parte importante de nuestra crisis política se resolviera, como por arte de magia. Pero la ilusión no era abstracta, pues no se trataba de la apuesta por un recambio cualquiera, sino de uno particular: que llegaran ellos al poder. Que, porque eran ellos, las cosas irían mejor. No por azar al poco andar, el entonces flamante ministro Giorgio Jackson apeló a la distinta escala de valores que encarnaba su entorno, pero también a la expectativa de aprobación de una nueva Constitución que venía –porque todo tenía que coincidir– a hacer posible las profundas transformaciones que ellos estaban llamados a hacer. Se pensaban destinados a grandes cosas.
Fue esa ilusión enceguecedora la que los llevó, en la primera semana de gobierno, a entrar en Temucuicui como si los esperaran con los brazos abiertos. No fue una idea peregrina de una ministra sin experiencia, sino una decisión fundada en un ethos compartido: no eran el Estado de Chile, antes denunciado como cómplice de distintas opresiones, sino ellos, que ahora lo limpiaban de sus prácticas espurias. Al recibir un poder que los antecedía, no alcanzaban a darse cuenta de que tendrían que cargar con toda su herencia. Ya no eran más ellos, sino el rostro de la despreciada oficialidad. Pero el error de juicio los conducía a ser temerarios, incautos. A pensar que sus decisiones solo serían evaluadas por sus nobles intenciones, y no por el lugar desde donde eran ejercidas, o por las consecuencias que traían consigo. Es que también se creían inmunes a las bajezas y miserias propias de quienes ejercen el poder. Su ilusión es la de verse como mejores que el resto y entonces la dura vara exigida a otros no se aplica con la misma rigurosidad sobre ellos mismos. Su temeridad era también autocomplacencia.
Por más aprendizaje que haya habido, el gobierno no ha escapado a esta ilusión. El Presidente habló en su momento de haber tomado conciencia de habitar un cargo con una historia que lo antecedía y que, llena de deudas, era también una de avances y mejoras. Contrario al ethos frenteamplista, el Presidente era capaz al fin de pensarse como heredero de una empresa iniciada por otros. Pero esa conciencia no parece haber arraigado. Basta ver lo ocurrido con el lío de platas en el marco del caso Convenios: la corrupción era también una amenaza latente para los mejores, pues es una tentación constitutiva del ejercicio del poder. No te liberas de ella por ser mejor, sino por el cuidado con que actúas sabiéndote tan vulnerable como cualquiera. La limitada condición humana es una cuestión compartida. Pero de nuevo, la ilusión temeraria y autocomplaciente arriesga también volverse abusiva. Si los que llegan al poder son buenos, no importa poner todo a su servicio; es por una buena causa. Los medios pueden transarse en función de la empresa correcta. Y lo que era malo y nocivo en otros, en ellos se vuelve inocuo. El giro acusado en las declaraciones del Presidente esta semana a propósito de los vínculos sanguíneos entre Miguel Crispi y Verónica Serrano ilustran la persistencia de la ilusión: allí, en ese contexto, él no juzga lazos familiares, sino desempeño, meritocracia, cumplimiento de la ley. Como candidato, prometió una política “sin pitutos” donde daban lo mismo las competencias de los involucrados si es que tenían alguna relación filial. Todo vínculo era amenaza de nepotismo y debía ser erradicado. Pero de nuevo, el riesgo residía en los demás, no en ellos.
Se pensaban destinados a grandes cosas, pero la ilusión de ser los mejores los ha destinado en cambio a estar dando permanentes explicaciones por sus sucesivas renuncias e inconsistencias. Y es que la ilusión la habían transmitido al resto, y al revelarse la farsa, el enojo es inevitable. Tal vez en lo que queda haya que aspirar a menos: no a ser los mejores ni a dirigir grandes cosas, sino a disponerse humildemente a cuidar una cotidianidad que, aparentemente insignificante, resguarda todo lo que tiene valor.
Por Josefina Araos, investigadora IES
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