Columna de Josefina Araos: Los patines de Cataldo
En lugar de sumarse a la inquietud general por los malos resultados de los colegios públicos en la última PAES, el ministro Nicolás Cataldo (PC) parece querer ayudarnos a recuperar algo de calma. Como prueban sus declaraciones en una entrevista radial a inicios de esta semana, las cosas no estarían tan mal, o al menos no en el sentido en que se ha subrayado. Porque, aunque el foco de las reacciones ha estado en la progresiva desaparición de los liceos emblemáticos de los primeros lugares en los rankings de desempeño, para el ministro esto no constituye una señal de alarma. Al contrario, acá no habría problema alguno. Es cierto que sus resultados han empeorado, no lo niega; pero esto se debe a que los estudiantes que antes llegaban a esos liceos se habrían distribuido ahora en distintos establecimientos tras el fin de la selección. No desesperen, parece decir entonces el ministro: con la caída de los liceos emblemáticos no se ha perdido nada tan valioso. Podrá pesar su trayectoria, su prestigio, pero los buenos estudiantes no han disminuido, solo cambiaron de lugar.
Pero no seamos injustos. Al ministro le preocupa la realidad de la educación pública, y en particular la persistencia de la brecha entre esta y el sistema privado (aunque omita cualquier referencia al papel que pudo haber jugado la última reforma en este derrotero). Lo que le importa menos es el destino específico de los liceos emblemáticos (a pesar de haber sido estudiante en uno de ellos), o bien, solo le importa en la medida en que pertenecen al sistema mayor de educación pública. “El problema no es el Instituto Nacional, también es la Escuela Leonardo Da Vinci de Cerro Navia, la escuela Juan XXIII de Tocopilla”, señala en un momento con cierta ironía. Y es que lo que esa afirmación esconde es la idea de que los emblemáticos, en sí mismos, no tenían valor alguno.
Es relevante observar esto, pues muestra un prejuicio ya presente en la justificación de las reformas del segundo gobierno de Michelle Bachelet. Se trata de la convicción de que esos establecimientos no merecían permanecer, ya que no resguardan, en cuanto colegios de excelencia, algo digno de reproducir. Como lo afirmó el entonces diputado Giorgio Jackson en un apasionado discurso el año 2017, no valía la pena mantener un puñado de liceos en unos rankings tranquilizadores de consciencias, a costa de “colegios de desesperanza” conformados por el resto del sistema público. Esa fue la asociación establecida por el movimiento estudiantil y por los que se identificaron con sus banderas: la excelencia de algunos se conseguía a expensas de otros. Así, los liceos emblemáticos se redujeron a un resabio molesto, un recordatorio de las desigualdades del sistema, las mismas que subsisten a pesar de haberlos echado abajo. Porque no era culpa de ellos, por más que lo pusieran en evidencia.
No se quiso mirar la historia de esas instituciones, ni cuidar lo que habían logrado, aunque fuera algo distinto a lo añorado por quienes diseñaron una reforma que fue solo desmontaje. Cuando el año 2015 la diputada Camila Vallejo celebró la aprobación de la reforma que ponía fin a la selección, declaró con una sonrisa: “Estamos contentos, ha sido una batalla dura”. Su alegría, podría pensarse, se debía a la promesa levantada en ese momento: superar la segregación característica de la educación pública. Diez años después, y a la luz de las declaraciones del ministro Cataldo, podemos dudar de que esa fuera su real motivación. Pues el hecho de que tal segregación siga tan vigente como ayer, no conduce a ninguna pregunta por parte de quienes aseguraron eliminarla. Quizás solo querían echar abajo ese resabio, aunque no tuvieran nada para reemplazarlo. Lástima que la pasión por condenar y acabar con las injusticias presentes no esté acompañada por la misma energía a la hora de construir o asumir responsabilidades. Pero bueno, siempre es más fácil destruir.
Por Josefina Araos, investigadora IES
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