Columna de Josefina Araos: Perpetuar la ceguera
Es muy notable que hayamos logrado canalizar una crisis política y social tan importante como la que hubo el 2019″, afirmó el convencional Jaime Bassa en una reciente entrevista. Agregó a ello la tranquilidad con que funcionó la Convención, así como la normalización progresiva del país que la habría acompañado. Más allá de su autocomplacencia y de la premura en asegurar la eficacia del proceso, llama la atención el profundo contraste entre las palabras de Bassa y lo sucedido esta semana.
Es evidente que el asesinato de Juan Segundo Catril en La Araucanía o las escenas de violencia escolar en los liceos emblemáticos de Santiago no tienen relación directa con el proceso constituyente ni dicen nada de su éxito o fracaso, pero sí refutan con brutal claridad la idea de que estemos en un periodo de normalidad. La incertidumbre que el abogado recuerda en 2019 sigue tan vigente como entonces y puede ser que la Convención no haya sino profundizado esa experiencia. Fue una apuesta para encauzar la crisis, sin duda, pero no contamos con elementos para asegurar que lo haya conseguido. Menos aún cuando tenemos de fondo nuevas y variadas formas de violencia que obligan a preguntarse si acaso nuestra crisis más que detenerse por un instante, solo ha ido mudando de rostro. Las desafortunadas afirmaciones de Bassa sin embargo parecen no haber acusado recibo de ello, y en una triste analogía de la desorientación que llevó al gobierno anterior a asegurar que habitábamos un oasis, el convencional hoy proclama la neutralización del conflicto.
¿Será una ceguera que produce la llegada al poder y que atraviesa a la vieja y nueva clase política? ¿Por qué una y otra vez quienes consiguen éxitos electorales terminan cediendo a la tentación de la complacencia, embriagados con su triunfo? ¿Cómo la evidencia de una ciudadanía cambiante en sus apoyos no los lleva a un estado permanente de alerta ante una fractura estructural que les impide interpretarla? La Convención hasta ahora no parece haber revertido ninguno de estos problemas, y se ha vuelto apenas un nuevo hito de esta dinámica patológica: chispazos de encuentro entre política y ciudadanía que son seguidos del abandono de la primera y la posterior traición de la segunda. Pero en Bassa y otros convencionales se agrega un problema más profundo: dominados por una de las hipótesis más simplistas e influyentes de nuestra discusión pública el último tiempo, se han identificado a sí mismos con el lado de los buenos. Representantes de los nuevos tiempos, voceros de los olvidados, ejecutores de la democracia en tiempo real, parecen legitimados para emprender cualquier agenda. No importa si en ese camino terminan volviéndose mímesis de sus enemigos, cuyas lógicas querían superar. Así, las mismas prácticas o normas que en el viejo orden eran trampas o cerrojos, hoy -al decir de Constanza Schönhaut y Fernando Atria- son incentivo a la legislación o protección de la Constitución de instituciones desleales.
Tal vez sea esa misma identificación con los buenos la que los conduce a la ceguera autocomplaciente que bien encarna Jaime Bassa. Y probablemente allí resida parte de la explicación del creciente recelo y distancia ciudadana con el proceso constituyente. Ni manipulación de los poderes fácticos ni desinformación de los “medios interesados”, sino constatación de un desprecio estructural en que políticos al servicio de su pueblo terminan concibiéndose como sus salvadores. Y ahí no hay pedagogía ni aclaración que sirva: una vez advertido, la gente ya no querrá escucharlos. Y entonces no habrán encauzado crisis alguna, sino simplemente perpetuado la ceguera.
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