Columna de Josefina Araos: Perseguir ideas

Izkia - Llaitul


“Este no es un gobierno que vaya a perseguir las ideas”. Con esas palabras, el entonces ministro secretario General de la Presidencia, Giorgio Jackson, respondió a la pregunta de si invocarían la Ley de Seguridad del Estado que solicitaba el fiscal nacional en mayo de 2022. Esto, en el marco de la llamada a la resistencia armada que realizó Héctor Llaitul, a solo pocos meses de la recepción a balazos de la ministra Izkia Siches en Temucuicui. La afirmación revela el tipo de mirada que tenía el gobierno entonces: lo de Llaitul era una simple opinión –por tanto, protegida por la libertad de expresión–, cuando en realidad constituía una amenaza al Estado y, en último término, un llamado a la sedición. Jackson repetía con esto la posición que el propio Presidente Boric había explicitado sobre la materia, agregando que no les parecía sano que el Estado “persiguiera a la gente”. En esos términos (y hasta hace muy poco tiempo) entendían nuestras máximas autoridades el uso de una herramienta fundamental para proteger el Estado de derecho: una suerte de instrumento adicional que permitía el aprovechamiento de quien está en posición de poder. Básicamente, un mecanismo abusivo. La premisa era la de siempre: el Estado opresor.

Es enorme la distancia entre esas declaraciones y la reciente y dura condena recibida por Héctor Llaitul. Ella fue posible justamente porque la mirada inicial del gobierno fue abandonada, aunque a regañadientes. Nadie hubiera pensado que sería la exministra Siches la figura determinante en ese abandono. Aunque quedó identificada como el paradigma del tipo de problemas y dificultades que enfrentaría el Ejecutivo, fue por lo visto la única integrante del comité político original dispuesta a renunciar a las premisas y convicciones ideológicas dominantes. Por lo que indica la información disponible sobre el proceso, que el gobierno se abriera finalmente a invocar la Ley de Seguridad del Estado –esa herramienta adicional de uso político como dijera Jackson– fue gracias a la insistencia de Siches, pues el resto de los miembros del comité ni ante la contundencia de los hechos parecía aceptar que sus posturas no servían una vez que se llegaba a los más altos cargos del Estado. No eran simples ideas las que había emitido Llaitul, y con su llamada amenazante no atacaba a los poderosos de siempre. El Estado denunciado (que llamaba a combatir) por él y su movimiento, en último término, nos representa a todos, y la violencia que acompaña a la denuncia tampoco hace distinción alguna: el asesinato de los tres carabineros en Los Álamos fue un amedrentamiento, también, a todos.

Vale la pena reconstruir parte de esta historia para dejar tal vez en un mejor lugar a la exministra Siches, pero también, y quizás sobre todo, para mostrar cómo el Estado, hoy tan tensionado y cuestionado, puede funcionar con eficacia y justicia. Lo que hubo acá fue voluntad política, pero también la decisión de conceder legitimidad a las herramientas –en este caso, punitivas– con las que se cuenta. Por demasiado tiempo se ha confundido la crítica necesaria y válida de los mecanismos institucionales de los que se dispone, así como del modo en que se utilizan, con el cuestionamiento total de ellos. Una mezcla entre ingenuidad y sospecha, en la que los mismos que administran el poder recelan de los recursos que ese poder requiere. En paralelo, ninguna de las víctimas habituales gana nada con sus supuestos actos de justicia. Los únicos beneficiados fueron quienes, como Llaitul, se habían declarado enemigos del pueblo chileno hace muchísimo tiempo. Y con los recursos disponibles deslegitimados, no se los podía llamar por su nombre. Por eso es que la condena de Llaitul, como señaló el fiscal Roberto Garrido, sienta un precedente tan importante: no solo porque se trata de un proceso judicial exitoso contra la violencia que asola ese territorio, sino porque supone un respaldo político efectivo a las instituciones y herramientas que sostienen el Estado de derecho. De ellos depende también, y vale la pena recordarlo hoy, que la convivencia pacífica sea posible.

Por Josefina Araos, investigadora IES