Columna de Josefina Araos: Refundación permanente

U.S. President Donald Trump signs an executive order in the Oval Office at the White House in Washington, D.C.
Refundación permanente. REUTERS/Nathan Howard

Una consideración crítica al tipo de política que podría estar inaugurándose con Trump



Se han subrayado, con razón, los problemas de quienes reaccionan con advertencias apocalípticas ante el triunfo de liderazgos como el de Donald Trump. La dificultad no reside en señalar sus riesgos, sino en el hecho de que el ejercicio en general carece de reflexión sobre las causas que explican su éxito. Trump no surge de la nada en la historia norteamericana, sino como resultado de un proceso largo de deterioro y abandono reclamado por una cada vez más enojada ciudadanía. Por lo mismo, la denuncia escandalizada del derrotero que implicaría la llegada de un Trump o equivalente al poder se ha mostrado ineficaz: tiene poca credibilidad, pues suele ser enarbolada por quienes son, en mayor o menor medida, responsables de ese enojo. Eso explica que en el apoyo a Trump haya algo reactivo, una suerte de provocación y venganza contra la ceguera de quienes lo demonizan.

No es necesario defender a Donald Trump para reconocer todo esto. En las últimas elecciones, voces del propio mundo demócrata salieron a acusar la desconexión del partido con sus bases sociales, intentando explicar el doloroso dato de que los grupos más pobres y excluidos hubieran votado al actual Presidente. La identificación total con las banderas progresistas impidió interpretar de manera correcta las aspiraciones y valoraciones de la gente común, no siempre coincidentes con la orientación añorada por sus representantes. Eso explica el enojo: la desconexión no es solo porque haya prioridades diferentes entre política y ciudadanía, sino porque la primera no logra entender ni respetar los motivos de la segunda. Y en ese desajuste se fue demasiado lejos. Eso es lo más inquietante detrás de las radicales medidas emprendidas por el gobierno de Trump: parecen dispuestos a echar todo abajo, pero por lo visto, algunas cosas merecían ser revertidas, o al menos revisadas. Por poner un solo ejemplo, Usaid ha cumplido un papel fundamental como soporte humanitario en distintas partes del mundo, pero también ha participado promoviendo activamente agendas que hoy se ven severamente cuestionadas, como ha sido el caso del debate reciente en torno a los tratamientos hormonales de personas trans. Los círculos biempensantes que a menudo denuncian el imperialismo norteamericano permanecen sin embargo en silencio frente a estos hechos. Los que se escandalizan hoy con Trump no se mostraron igualmente preocupados con el daño de muchas políticas que, hasta hace poco (si no todavía), se seguían planteando como vanguardia de los derechos humanos.

Con todo, nada de esto libera de una consideración crítica al tipo de política que podría estar inaugurándose con Trump, y bien vale recordárselo a quienes lo miran con simpatía. Las deudas de nuestras democracias pueden ser profundas, y los enojos justificados, pero debemos resistir la tentación de tolerar cualquier acción solo porque nace de ese reconocimiento. Los males del presente no bastan para legitimar una iniciativa, si acaso la prudencia y el cuidado son virtudes necesarias de la política. De no atender a esto, podemos volvernos cómplices de una farsa, y terminar presentando como carisma lo que es solo mesianismo, como reivindicación lo que es solo afán de poder, como coraje lo que es solo desprecio. Los problemas de Estados Unidos no parten con Trump y su mandato recién comienza, pero las pocas semanas que lleva en la Casa Blanca prueban que lo inspiran más cosas que hacer nuevamente grande a su república. Basta ver su discurso, la disposición ante sus adversarios, a algunos de los que ha decidido poner a su lado, las acciones emprendidas, y el modo en que se ejecutan, como si en las instituciones y programas del Estado no hubiera más que huella de los males de sus enemigos. Su ofensiva obliga, al menos, a mirarlo con distancia. Porque es muy grande lo que está en juego: rehabilitar una política virtuosa, capaz de reconocer sus errores para revertirlos, sin destruir en el camino lo ganado. La alternativa a ello es la refundación sucesiva de adversarios sumidos en la lucha desnuda por el poder.

Por Josefina Araos, investigadora IES

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