Columna de Juan Carvajal: Las cosas por su nombre
La propuesta de nueva Constitución fue rechazada con una contundente votación ciudadana, que no deja dudas con respecto a que la mayoría asimiló y registró una visión negativa de la propuesta que emergió de la Convención Constitucional.
El mazazo que recibieron los 155 convencionales y los sectores más radicalizados de la izquierda, que defendían a rajatabla los 388 artículos y sus disposiciones transitorias fue de proporciones mayúsculas, ya que echó por tierra una de las conquistas hasta ese momento más sustantivas de la historia nacional, al lograr con casi un 80% que la ciudadanía se pronunciara en el plebiscito de entrada en favor de una Convención paritaria, diversa, inclusiva y democrática. A eso debe sumarse que el récord de 13.021.063 votantes de un padrón de más de 15 millones hace inobjetable la legitimidad del proceso electoral.
Cuando se es derrotado de manera tan implacable, la tendencia natural es que las primeras reacciones, lejos de apuntar a una introspección y autocrítica, se centren en los “otros”, en las responsabilidades del poder económico, del manejo mañoso de los medios de comunicación, de las llamadas fake news o en el manejo de las encuestas. Sin embargo, nada de lo anterior está ajeno a lo que han sido las decenas de elecciones que se han registrado en los últimos 50 años, muchas de ellas ganadas por el progresismo y, muy en particular, el plebiscito de entrada, que se instaló como hito histórico nacional.
Si algo refleja el resultado del domingo, es una muy mala lectura del país real que tenemos. Como se sabe -a excepción de las revoluciones o golpes de Estado- los cambios que se proponen deben ir en correspondencia con la forma en que se asumen culturalmente las distintas posturas y demandas de cambio político y social. Hace mucho tiempo que investigadores y analistas coinciden en que a Chile hay que entenderlo como un país de una amplia “clase media”, que busca y quiere mayor justicia social y mayor equidad, pero con estabilidad y sin hechos violentos.
La joven generación de izquierda que hizo un camino que hasta la fecha no conocía de fracasos, que creció sustentada en una crítica despiadada e implacable contra sus predecesores, especialmente de los gobiernos de la ex Concertación, que hizo gala de desprecio por la política de los acuerdos y la necesidad de sustentar los cambios en alcanzar apoyos transversales, debería asumir su equivocación y entender que la ciudadanía lo que esperaba era una salida institucional al estallido social, en paz y tranquilidad.
No obstante, parafraseando al gran Fito Páez, “¿Quién dijo que todo está perdido?”.
De lo ocurrido surge una nueva esperanza y una razón de lucha para lograr que los ocasionales ganadores cumplan con sus compromisos y se materialice una convención paritaria, participativa y democrática, donde se pueda asumir lo que se hizo bien y mejorar lo que se hizo mal. Resta hacer que del nuevo proceso surja una Constitución que permita el gran país al que aspiramos.
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