Columna de Juan Ignacio Brito: Viña del Mar arrasada



Un muro de cemento se levanta en Viña del Mar. Quien viva o viaje a esa ciudad no puede dejar de advertir la serie interminable de edificios que afea el paisaje de una urbe que se ha dejado corroer por la ambición inmobiliaria y unas autoridades que no han querido proteger el bien común.

El episodio del socavón que amenaza al edificio Kandinsky en Cochoa es solo la guinda de la torta de una voracidad insaciable que arruina el litoral y pone en riesgo la seguridad de las personas. La descomposición urbanística de Viña del Mar viene ocurriendo desde hace rato y se repite asimismo en otros lugares del país igualmente desprotegidos. Ha ocurrido con la avenida Libertad, la subida de Agua Santa, el área que ocupaba antiguamente el Regimiento Coraceros en 15 Norte, el caos de Reñaca, los edificios y comercios levantados en el borde costero mismo para ganar la “primera línea” frente al océano… Por todas partes emergen torres y más torres, bajo el amparo de un plano regulador permisivo que parece más orientado a satisfacer el afán de lucro que la calidad de vida de viñamarinos y turistas.

Viña era agradable hace un tiempo; hoy es, en muchos casos, una ciudad insufrible que castiga a sus residentes y visitantes. Un país que destaca más por su escenario natural que por su paisaje urbano se ha dado el lujo de destruir, en nombre del progreso, una de las pocas ciudades de su geografía que destacaba por un encanto elegante. En su lugar ha levantado un templo kitsch al mal gusto. Solo algunos barrios conservan unos pocos ejemplos del señorío perdido (Cerro Castillo, Recreo, Viña del Mar Alto, avenida La Marina).

Lo que sostuvo la alcaldesa Macarena Ripamonti sobre el socavón en Cochoa es aplicable al conjunto del naufragio viñamarino. Estamos en presencia de un conjunto de fallas de diversos entes públicos, que van desde el Congreso a los ministerios de Vivienda y Obras Públicas, las administraciones comunales anteriores y la todopoderosa Dirección de Obras Municipales. No es para nada descartable que detrás de tanta obsecuencia existan, además, irregularidades en el otorgamiento de permisos.

Lo que viene sucediendo en Viña del Mar desde hace décadas es la peor forma de la asociación público-privada. Cuando esta se encuentra debidamente regulada y sus actores obran de buena fe, produce beneficios enormes para el país y sus habitantes. Sin embargo, cuando deja de apuntar al bienestar general y se dirige a satisfacer estrechos intereses particulares, es capaz de generar un adefesio que descalabra el paisaje urbano, hace intransitables sus calles y avenidas, amenaza dunas y santuarios naturales y empobrece el espíritu de un sitio que antes fue conocido como la Ciudad Jardín, pero que hoy se ha convertido en un muro de concreto con vista al Pacífico.

Por Juan Ignacio Brito, periodista

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