Columna de Lucía Dammert: Democracias violentas
América Latina es un continente con democracias definidas principalmente por la rutina electoral, pero con importantes debilidades para enfrentar los problemas ciudadanos, y la lucha contra el delito es uno de los principales. La violencia criminal medida en homicidios coloca a la región en el primer lugar a nivel mundial, con mayoría absoluta de ciudades entre las 20 más peligrosas. Democracias violentas es un término doloroso, pero real, para describir a nuestra región.
Múltiples estudios tratan de explicar las condiciones del aumento de la violencia criminal en las últimas dos décadas, enfatizando la ausencia o abandono estatal. Pero es cada día más evidente que la violencia criminal juega un rol integral en la forma como se desarrollan las instituciones, se constituye el accionar y el debate político, y se responde a los reclamos ciudadanos.
El aumento de la presencia de mercados ilegales de corte transnacional, como el narcotráfico, la trata de personas o el tráfico de migrantes, en toda la región es uno de los elementos más evidentes de la vida cotidiana. Las organizaciones criminales se aprovechan de las debilidades estructurales de los gobiernos, por medio de violencia o corrupción, y generan caminos de colaboración que facilitan su accionar. Los expertos que estudiaron las mafias en Italia fueron claros en afirmar que la corrupción es un elemento imprescindible para el desarrollo del crimen.
La información es implacable. El aumento de la producción de cocaína, la diversificación de las rutas del tráfico de personas, la consolidación de mecanismos de lavado de dinero, el aumento del tráfico de armas y, por supuesto, los más de 2,5 millones de personas asesinadas desde el año 2000 son elementos que marcan esta problemática.
La violencia criminal no ha tenido una respuesta efectiva por parte del sistema de justicia criminal (policías, justicia y cárceles), visto por la ciudadanía como corrupto, lento e ineficiente. Situación que consolida un proceso claro de militarización de las respuestas estatales, pero también de los esquemas de respuesta ciudadana que se organiza para enfrentar el delito.
La militarización no sólo implica la utilización de las Fuerzas Armadas para responder a problemas internos como el control de las fronteras, el aumento del crimen o la inseguridad en un recinto deportivo, sino la confirmación de que la única forma viable de resolver estos problemas es con amplios niveles de control ciudadano. Situación que ha sido causante de hechos de violencia, violación de derechos humanos, linchamientos y desapariciones en diversos países de la región. La situación en El Salvador de Bukele requiere ser revisada también desde esta perspectiva.
El uso de las Fuerzas Armadas no tiene color político. De hecho, Chávez defendía la revolución y Uribe enfrentaba el crimen bajo la misma premisa. En años posteriores hemos sido testigos del aumento del rol militar en múltiples espacios de la vida política, en varios casos con resistencia de mandos militares que reconocen que sus funciones y formación están alejados de las tareas que les solicitan.
La crisis de seguridad se vincula con la crisis de la democracia. La incapacidad para enfrentar problemas complejos que afectan a las mayorías, con políticas públicas efectivas, trae el uso de la fuerza como única solución, abandonando medidas más estructurales que podrían también ser más efectivas. Así, salir del destino de consolidación de democracias violentas requiere enfrentar los problemas de incapacidad estatal, pero también los espacios donde política y crimen se encuentran y colaboran.