Columna de Lucía Dammert: Días de furia en América Latina
Esta semana tres eventos marcaron la gravedad de la inseguridad en América Latina. Primero, el 3 de octubre se desarrolló una masacre en Pont Sonde, a unos 100 kilómetros de Puerto Príncipe en Haití, que dejó más de 70 muertos entre ellos mujeres y niños. Se sabe que una de las principales pandillas “Gran Griff” desarrolló este ataque y si bien no son claras sus motivaciones, todo parece indicar que la negación ciudadana a continuar pagando el cobro de extorsiones para el paso por la principal ruta que atraviesa el país, detonó la furia criminal.
Segundo, el 6 de octubre, el alcalde de Chilpancingo (Guerrero, México) fue decapitado y expuesto a la ciudadanía. Al parecer el asesinato de uno de sus secretarios y otro colaborador que iba a ser nombrado jefe de la policía local, no fueron señales suficientes para el electo alcalde. Todo parece apuntar a grupos de criminalidad organizada local dedicada a la extorsión y otros mercados ilegales que habrían exigido cargos en el gobierno así como un porcentaje del presupuesto. ¿El alcalde trató de negociar? Nunca se sabrá, pero todo parece mostrar que la duda central no es si los alcaldes están negociando con las organizaciones criminales, sino los términos de dichas conversaciones.
Tercero, el 10 de octubre, se desarrolló en el Perú un paro de transportistas bajo el lema “si no luchamos juntos, nos matan por separado”, exigiendo entre otras cosas, medidas para enfrentar el aumento de la extorsión y el sicariato. Trabajadores que no pueden desarrollar sus tareas por los cobros constantes de mafias locales, ciudadanos que para salir de sus barrios tienen que pagar “derecho de piso”, aumento de los homicidios y la violencia cotidiana. No es la primera vez que los peruanos protestan por medidas de seguridad, en un país donde los ministros del interior duran pocos meses y las respuestas públicas al crimen son débiles cuando no inexistentes.
Tres situaciones distintas con un mismo problema de fondo: el aumento sostenido del poder de fuego de los grupos criminales, la naturalización de la extorsión como mecanismo de financiamiento rápido y la incapacidad estatal para prevenir e incluso controlarlas. Ninguno de estos fenómenos tiene reciente desarrollo, por el contrario, son muchos los años en los que la carencia de un compromiso político para el desarrollo de iniciativas serias y efectivas ha auspiciado la consolidación de múltiples estructuras criminales que avanzaron en su capacidad de control ciudadano.
Son también años donde la corrupción política y la total ineficiencia de los sistemas de justicia brindaron terreno fértil para la consolidación de estos mercados. El tráfico de drogas es uno, pero ya no el más lucrativo. La consolidación de la trata de personas, el tráfico de migrantes, la minería y tala ilegal, el contrabando que abiertamente lavan sus ganancias es posiblemente la principal amenaza a la gobernabilidad regional.
Para evitar más de estos días de furia y horror, la política de países donde estos mercados aún no están completamente instalados debe reaccionar con acuerdos que permitan la implementación de políticas públicas que sirvan para algo más que el debate electoral o los 140 caracteres de las redes sociales. Chile sin duda tiene ese desafío.
Por Lucía Dammert, académica de la Universidad de Santiago de Chile.
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