Columna de Lucía Dammert: Miedo y responsabilidad política
El miedo es un fenómeno instalado en la sociedad chilena desde que hay mediciones. A fines de 1990 la encuesta CEP mostraba que el 40% de los entrevistados consideraban la delincuencia como problema de preocupación principal, situación que, con fluctuaciones, se ha mantenido entre los tres primeros temas de preocupación ciudadana hasta la actualidad. Los datos sobre percepción de inseguridad, es decir aquellos que sienten miedo de salir de su casa, que sienten que la delincuencia ha empeorado o que piensan que las condiciones empeorarán en el corto plazo, muestran también no sólo altos niveles sino una cifra record este año.
El miedo es un fenómeno social parcialmente autónomo de las variaciones en las tasas de criminalidad. Incluso en momentos donde la criminalidad bajó, el miedo se mantuvo alto, lo que parece mostrar una inercia del temor importante en el tiempo. Pero el miedo no es una sensación imaginaria, por el contrario, está basada en realidades bastante diversas que incluyen victimización directa, conocimiento de personas que han sido víctimas de un delito, percepción de ineficiencia de las instituciones, y muchas experiencias cotidianas de sensación de vulnerabilidad.
Las consecuencias de una población con miedo son muy diversas y complejas. Las decisiones de auto-encierro, el abandono del espacio público, la desconfianza interpersonal, la desconfianza institucional, la decisión de armarse, la consolidación de estereotipos son solo algunos de los procesos individuales que tienen como causa altos niveles de temor al delito. Pero también la desconfianza en el sistema encargado de protegernos, especialmente las policías o el sistema de justicia; la organización de mecanismos de justicia en mano propia, la distancia respecto al trabajo de aquellos que nos representan, en fin, la desconfianza en el rol del Estado para poder enfrentar un problema que limita nuestra vida cotidiana.
Si bien algunos plantean que el miedo es consecuencia de las coberturas mediáticas, no hay evidencia cierta que justifique esta afirmación. Es innegable que los temas de criminalidad han tenido presencia particularmente importante en las programaciones noticiosas e incrementalmente en las conversaciones de los matinales, pero no es claro que sean estos escenarios los que potencian la sensación de inseguridad ciudadana. Lo que si, normalizan hechos violentos y propuestas de solución que muchas veces se basan en la propia angustia de mostrar que algo se está proponiendo.
En Chile, la seguridad ha sido un tema cuyo volumen ha aumentado cada vez que se acercan los procesos electorales. Ya sea por la complejidad del fenómeno o por la construcción de ideas divergentes de como enfrentarlo; las coyunturas electorales son momentos de conversación sobre el crimen. Conversación que requiere información, seriedad, solidez y rigurosidad para evitar caer en la ola de generación de temor ciudadano, de sensación de impunidad y abandono que parecen ser utilizados una y otra vez como resortes para lograr atención o apoyo.
El país está enfrentando un problema de criminalidad relevante, eso no hay duda. La misma se concentra en términos de violencia letal en territorios específicos y requiere de respuestas también altamente específicas. Los datos son conocidos por todos, ni ampliar la prisión preventiva (que en la actualidad se usa masivamente), ni militarizar la Región Metropolitana, ni generar linchamientos colectivos tendrán resultados sostenidos en el tiempo y más bien parecen ser herramientas electorales.
La criminalidad callejera puede ser enfrentada con mayor presencia policial, con mejores niveles de coordinación entre municipios, gobiernos regionales y policías. Incluyendo incluso la colaboración del sector privado con mecanismos de auto protección. Pero también debería incluir programas serios y bien financiados para enfrentar la situación de niños, niñas y adolescentes con inicial compromiso delictual, ampliar las coberturas de tratamiento para personas con consumo problemático, definir programas de permanencia escolar, entre muchas otras iniciativas de las que se habla poco, pero que sabemos son las que pueden evitarnos una permanente situación de inseguridad. Sin mencionar un programa serio que reconozca la crisis penitenciaria y la bomba de tiempo que se está generando en un espacio desde donde no sólo se pueden consolidar grupos criminales sino también enormes tragedias.
Así en los próximos dos años donde viviremos en procesos electorales permanentes, el desafío es salir de las trincheras de agendas de seguridad vinculadas únicamente a leyes que aumentan castigos, a declaraciones altisonantes que permiten minutos de prensa pero que efectivamente no afectan la violencia y el crimen, a respuestas puntuales a problemas estructurales. Es decir, un juego político de suma cero. La salida no es un nuevo acuerdo político, de esos ha habido varios en los últimos 30 años, sino mejor gestión, mayor colaboración y rapidez que permita avanzar en una de las tareas fundamentales de la política hoy, enfrentar la violencia y el crimen sin dinamitar las bases mismas de nuestra convivencia.
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