Columna de Lucía Dammert: Municipios y seguridad, del discurso a la acción
Los municipios juegan un rol fundamental para enfrentar las diversas dimensiones de la seguridad. Las elecciones de octubre permitirán debatir sobre su rol y las posibles iniciativas que mejoren los índices criminales e impacten sobre la percepción de abandono, inseguridad e impunidad que tiene buena parte de la población. Evitar el discurso facilista y altisonante de medidas que no funcionan, pero resuenan en la desesperación ciudadana, debería ser el objetivo de los debates que vienen.
Los municipios tienen limitados espacios de acción para el control del delito. Las policías no tienen dependencia directa y las decisiones de política criminal no incluyen la perspectiva municipal. La información de la dotación comunal sigue siendo un dato secreto, incluso para los alcaldes, y la reasignación de las dotaciones a “otras necesidades” ocurre de forma constante. La idea de instalar policías comunales no es una verdadera solución, solo aumentaría las ya enormes brechas de fragmentación, dificultaría la fiscalización y abriría aún más espacios grises para la corrupción y la vulnerabilidad frente a los mercados ilegales. Algunas tareas de control son municipales y revisten urgencia, como limitar las patentes de alcoholes, apoyar las ferias libres para evitar la venta indiscriminada de múltiples productos robados e ilegales y fortalecer la presencia del Estado, especialmente en tomas o zonas de alta precariedad.
El verdadero espacio municipal es la prevención. No únicamente centrada en cámaras de televigilancia o alarmas comunitarias, sino en una verdadera estrategia que incluya al menos tres ejes. Primero, no hay seguridad sin espacios públicos de calidad y presencia en el territorio. Estrategias serias de utilización de los espacios, recuperación de la vida comunitaria, integración entre los diversos, además de un Estado que se hace presente para acercar a los ciudadanos a los programas de protección y acceso a las autoridades son urgentes. Una ciudad usada y vivida por los ciudadanos es mucho más segura que una hipervigilada y encerrada. Y para los espacios más violentos y precarizados, la mejor policía. La más capacitada, preparada para apoyar a los vecinos que quedaron en la línea de fuego entre bandas rivales o que ven la degradación de sus espacios comunes como un destino imposible de cambiar.
El segundo eje son los programas focalizados para evitar o interrumpir vidas en la ilegalidad y ahí sí que los niños van primero. Las necesidades son enormes, pero aún manejables, estamos a tiempo para un programa de emergencia que nos permita identificar y apoyar a los miles que abandonaron la escuela durante la pandemia, a los que pasaron por sistemas que debían ser de protección, a los que son víctimas de abandono y abuso. En un país con una tasa de natalidad bajísima, muchos de sus niños nacen en espacios marcados por irregularidad, informalidad y precariedad. Para cambiar el futuro es urgente hablar en serio sobre este presente.
El tercer eje es la prevención focalizada en población con alto riesgo. Programas destinados a hijos e hijas de personas en el sistema penitenciario, o víctimas de violencia en el hogar, o consumo problemático de alcohol y drogas, son urgentes. Estos tienen que ser financiados por todos, con mecanismos de solidaridad intercomunal, si no se tornan inviables por su magnitud y escala.
Tenemos una oportunidad como país en octubre. Hay que reconocer la preocupación y ansiedad que nos generan la violencia y la delincuencia, identificar el rol central de los municipios en la mejora de esta situación y fortalecer un debate que permita avanzar seriamente. Es cierto que los ofertones mediáticos pueden ser más interesantes para la pantalla o las redes sociales, pero no hay espacio para perder la oportunidad de enfrentar los problemas con liderazgo, convicción y capacidad.
Por Lucía Dammert, académica de la Universidad de Santiago.
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