Columna de Lucía Dammert: Ruido, mucho ruido
Se cumplen 50 años del inicio de la dictadura de Pinochet. Momento doloroso por la ruptura del orden democrático, las muertes, los secuestros, las torturas y las desapariciones; heridas aún presentes no sólo para las víctimas, sino que para el país entero. La construcción democrática sobre estas heridas requiere de procesos lentos, pero sostenidos, de pronunciamientos, pero también de silencios. Procesos de reconstrucción de confianzas, de reencuentros, de diálogos donde efectivamente escuchemos al otro en su dimensión humana y reconozcamos que el camino hacia la verdadera convivencia no se construye sobre la injusticia o el olvido obligado. Múltiples son los ejemplos que nos permiten afirmar que la historia no es algo que pasa y se olvida, sino que se imprime como una huella digital en nuestras sociedades.
En democracia se espera que la política juegue un rol articulador de esos procesos de reconstrucción y consolidación de valores comunes. La política no debería ser la punta de lanza de la construcción de grietas o muros divisores, que en la actualidad se construyen con toneladas de noticias falsas, declaraciones altisonantes y verdaderas puestas en escena que buscan la construcción de un espectáculo cada día menos interesante. Por el contrario, la política tiene el potencial de construir acuerdos, de identificar espacios comunes, reconocer la necesidad del otro en la tarea de mejorar la vida de todos. A veces de forma más sobria, identificando espacios de avance, pero también de compromiso con aquellos que piensan distinto. Eso justamente es la democracia, permitir y fomentar que existan otros que propongan caminos diferentes y que en el proceso logren ponerse de acuerdo por un bien común: una vida mejor para todos y todas.
Las últimas semanas hemos sido testigos de un proceso lamentable. El espectáculo ha ganado terreno con actos y declaraciones que no tienen explicación. La carencia de una narrativa gubernamental clara sobre la conmemoración de los 50 años es un error evidente. El espacio ha sido ganado por mucho ruido que ensordece o expulsa de la conversación a las grandes mayorías. Ruido que pone en duda la violencia sexual ejercida contra cientos de mujeres detenidas, ruido que entorpece minutos de silencio en reconocimiento de personas desaparecidas o ejecutadas. Ruido que discute los bordes de la democracia, que parece añorar sistemas de vida sin libertades. Ruido también que se atrinchera en miradas militantes que olvidan que la construcción democrática de futuro incluye a los distintos.
Ruido, mucho ruido. Eso es lo que ha emanado de la gran mayoría de los debates políticos del último tiempo. Una importante excepción es la declaración de apoyo democrático de todos los presidentes electos desde 1990. Presidentes de centro, izquierda y derecha que, con múltiples diferencias, divergencias, distancias e incluso rencores reconocen que su labor hoy es limitar el ruido para permitir escuchar a la ciudadanía y sus preocupaciones, pero también sus anhelos. Todos aquellos que se construyen sobre las libertades que nos otorga hoy nuestra débil e imperfecta democracia.
Llegó el momento de que la política escuche a una ciudadanía que preocupada por la seguridad, la situación económica, y la crisis ambiental reclama por respuestas efectivas. Escuchar implica limitar el ruido, ver al otro significa salir de la pantalla, dialogar es asumir la presencia de posiciones diferentes. Una ciudadanía que valora la libertad que la democracia le otorga, una política que debe estar a la altura de ese desafío.
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