Columna de Luis Larraín: Las cosas en su lugar
En la elección más masiva de su historia, más de 13 millones de chilenos votaron en el plebiscito del 4 de septiembre. Un 61,86% rechazó la propuesta de la Convención y solo un 38,14% la aprobó. Pese a la magnitud de la derrota (según Óscar Garretón, una de las dos más importantes que ha sufrido la izquierda chilena), el Presidente Boric y el gobierno no parecen haber entendido su importancia.
No se entiende sino que la ministra Vallejo anuncie públicamente acuerdos (que no son tales), provocando enojo en la oposición y los presidentes del Senado y la Cámara de Diputados, y retardando las conversaciones para elaborar una nueva Constitución; ni que la ministra Tohá (supuestamente de izquierda moderada) haya dicho que quería bailar cueca con un acuerdo firmado y contar con una Constitución aprobada antes del quincuagésimo aniversario del 11 de septiembre de 1973. La izquierda da importancia a los hitos simbólicos, pero estos, para adquirir valor, deben tener algún sentido de realidad. Y los chilenos que esperan disfrutar las Fiestas Patrias no están preocupados de que se logren rápidos acuerdos que puedan borrar los efectos políticos que para la izquierda tuvo el plebiscito y que puedan llevar, junto al pie forzado de terminar antes del 11 de septiembre de 2023, a producir un borrador de Constitución tan deficiente como el que acaban de rechazar.
Ello y ciertas reacciones apresuradas de la derecha han dado la sensación de que no es el bienestar de la gente lo que motiva a los políticos, sino la posibilidad de acumular más poder y protagonismo.
Pero el poder en política se obtiene por el mandato popular. Y la izquierda ha sufrido un verdadero portazo de la ciudadanía. Ha sido Felipe Schwember quien ha caracterizado mejor esa derrota, al señalar que el plebiscito ha derribado el mito de que el pueblo de Chile no ha disfrutado jamás de una verdadera democracia, ya que las constituciones que el país se ha dado solo han favorecido a las élites que han precarizado, oprimido, colonizado y heteronormado a la mayoría; y también el de que la izquierda radical tiene una suerte de representación por defecto de ese pueblo oprimido. La izquierda había logrado instalar estas dos ideas y sin embargo, cuando ese pueblo representado auténticamente en la Convención pudo al fin expresarse en un borrador de Constitución, vio su proyecto pulverizado por la voluntad popular.
No hay un mandato de la ciudadanía para que una convención elegida elabore un proyecto, eso caducó, abrumadoramente, el 4 de septiembre, y hoy es solo una posibilidad entre otras. Sí hay, en cambio, una voluntad mayoritaria de contar con una nueva Constitución que sepultará el mito con que la izquierda radical ha pretendido embaucar a los chilenos. Ello, pese a la magnanimidad que hoy piden, con cierto descaro, quienes ayer proclamaban estar situados en el lado correcto de la historia.
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