Columna de Magdalena Vergara: De la autonomía universitaria
Hace unos días, Marcela Cubillos justificaba su sueldo de 17 millones de pesos en la Universidad San Sebastián apoyándose en el principio de autonomía que opera entre privados, el cual, según explica, confiere libertad para contratar y definir políticas salariales. Y ello es cierto, pero solo en parte. Lo que elude Cubillos es la razón que explica la autonomía universitaria, que está lejos de ser un “todo vale”.
Consagrada incluso a nivel constitucional, la autonomía universitaria se explica por el fin específico que cumple la universidad dentro de nuestra sociedad. Jorge Millas la define como aquella comunidad de estudiantes y maestros que tiene como fin la transmisión y cultivo del saber superior. Para algunos, esta podría ser una concepción arcaica de lo que constituye la universidad hoy, priorizando la formación a futuros profesionales conforme a las necesidades del mercado laboral. Sin embargo, ambas vocaciones no son del todo excluyentes.
En efecto, la universidad se debe a su tiempo: así, entre los muchos objetivos que persigue hoy una universidad, como la docencia, la investigación, o la extensión, entre otros, no debiera renunciar a que estos fines persigan ese saber superior. Este fin último además otorga a las universidades un rol crítico respecto de la sociedad, en cuanto la reflexiona y cuestiona. Así, por ejemplo, junto con generar innovaciones en tecnología, ¿no debiera preguntarse la universidad sobre el uso de la misma y cómo impacta en nuestra sociedad?; o, del mismo modo, ¿no debiera cuestionar el rol que están dando a la ética en sus programas educativos al ver los escándalos de corrupción que hemos observado entre empresarios, jueces y políticos? Una universidad que no se cuestiona al menos este tipo de problemas, o ha perdido su vocación o simplemente no es libre realmente para hacerlo.
Hoy, lamentablemente, hemos olvidado ese fin superior de la universidad como institución y la relevancia que ello tiene para nuestra vida social. Un olvido que rápidamente nos lleva a interferir en la autonomía universitaria y la independencia que debe tener de los poderes económicos, políticos e intereses particulares. Ejemplos de lo anterior pueden advertirse desde distintas áreas. Pierde una universidad autonomía cuando lo que impera en sus decisiones son más bien lógicas economicistas que olvidan su fin superior. Así también se afectan cuando políticas como la gratuidad la limitan en su toma de decisiones, interfiriendo incluso sus posibilidades de desarrollo y definición de programas de formación a sus estudiantes. Por último, pierden también autonomía las universidades cuando se instala en ellas la lógica de la cancelación que impide todo diálogo racional, impidiéndola debida reflexión crítica que debe inspirar las aulas y patios universitarios.
El resguardo de la autonomía universitaria requiere de su respeto y cuidado, pero especialmente proviene de comprender qué es y qué no es una universidad. Un buen recordatorio sobre lo que es una universidad nos lo da Millas: “la universidad debe tener el conocimiento como meta, la verdad y libertad como valores y la discusión y el diálogo racional como técnica.”
Por Magdalena Vergara, IdeaPaís
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