Columna de Manuel García: La estructura del abandono

Foto: Andrés Pérez


El rápido envejecimiento de la población chilena ha sido acompañado por una verdadera explosión de la dependencia funcional. Según la CASEN 2022, más de 896,000 personas mayores de 14 años experimentan dificultades físicas para llevar a cabo actividades diarias como comer, ir al baño o simplemente salir de la casa. En 2017, último año en que se llevó a cabo una medición comparable, este número no superaba las 673,000 personas. La necesidad de recibir cuidado creció en casi un 20% en un período de solo cinco años. Desafortunadamente, la provisión del cuidado ha crecido a un ritmo mucho más lento. En 2022, más de 247,000 personas dependientes declararon no recibir ningún tipo de cuidado. Esta cifra es más del doble de lo que era en 2017. Es decir, el abandono a dependientes ha crecido más de cinco veces más que la propia dependencia. ¿Cómo se explica este masivo abandono a quienes necesitan ser cuidados?

Nuestra idiosincrasia tiende a moralizar el abandono y buscar culpables en el entorno familiar. Con ligereza, calificamos a hijos, hijas (sobre todo hijas), hermanos y padres como “desconsiderados”, “insensibles” y “egoístas” por no entregar suficiente cuidado a quien, posiblemente, cuidó de ellos en el pasado. Esto se debe a que le asignamos a la familia el deber moral de cuidar (texto literal en la propuesta de nueva constitución). ¿Pero qué tal si los familiares simplemente no pueden cuidar? ¿Qué tal si existen condiciones estructurales que previenen la provisión del cuidado y promueven el abandono? Me temo que este es el caso en Chile. Más que una crisis moral, la nuestra es una crisis estructural del cuidado.

Para entender las fuerzas estructurales detrás del abandono, primero tenemos que considerar los costos asociados al cuidar. A pesar de que estos son de diversa índole, comenzando por la profunda carga emocional que conlleva el cuidado, aquí me voy a enfocar en los costos económicos de cuidar.

Primero que nada, se debe considerar que muchos de los dependientes funcionales también son dependientes económicos. Es decir, requieren ayuda para cubrir los costos del diario vivir y aquellos asociados a la dependencia (tratamientos, adaptaciones del hogar, ayudas técnicas, etc.). Estos costos recaen principalmente sobre los familiares de los dependientes. Pero, ¿pueden las personas que cuidan proveer financieramente para sus hogares?

Las y los cuidadores experimentan una seria desventaja en este sentido. El cuidado no remunerado conlleva restricciones a la hora de buscar trabajo. Por ejemplo, conciliar el cuidado con el trabajo remunerado requiere de mayor flexibilidad horaria y cercanía entre el hogar y el puesto de trabajo. Estas restricciones entrañan lo que en la literatura especializada se conoce como la penalización del cuidado: las personas que cuidan experimentan menores niveles de participación laboral, mayores índices de desempleo y menores salarios que el resto de la población. En Chile, según la CASEN, una persona de escolaridad promedio que cuida a un dependiente funcional gana alrededor de un 20% menos que el promedio y enfrenta una tasa de desempleo un 30% mayor a lo común. En otras palabras, la penalización del cuidado implica que, muchas veces, la persona cuidadora también sea económicamente dependiente.

Pero, ¿acaso esto no ha sido siempre así? ¿Por qué ahora estos costos resultan en abandono? La razón se encuentra en los cambios de la estructura familiar. En particular, los hogares chilenos hoy son mucho más pequeños que antes. En este nuevo escenario, la posibilidad de que una persona cuidadora dependa financieramente de alguien más es mucho más difícil. Por lo mismo, las personas que viven con dependientes deben buscar trabajos que puedan cubrir sus costos personales y también los de sus familiares dependientes. Trabajos que, usualmente, no son compatibles con el cuidado. Es una disyuntiva verdaderamente terrible: o cuido o comemos.

Los datos de la CASEN refrendan esta interpretación. En promedio, los dependientes que no reciben ningún tipo de cuidado viven en hogares con menos de tres personas. Por lo general, son hogares en donde una persona es dependiente y la otra tiene que salir a trabajar. Por otro lado, los dependientes que sí reciben cuidados tienden a vivir en hogares con más de tres personas que permiten una división del trabajo. Este simple dato conlleva un prospecto sombrío para el futuro del abandono en nuestro país: hoy, el tamaño promedio de un hogar en Chile es de 2.8 personas (y bajando). La situación actual y futura simplemente no es compatible con un marco institucional que le entrega el deber moral y económico a los hogares para cuidar. El abandono es estructural.

La gravedad de este problema no se debe evaluar solamente desde un punto de vista moral. De no reformar drásticamente nuestro sistema de cuidado, nos vamos a enfrentar a una crisis de salud pública de proporciones. Cuando alguien que requiere cuidado no lo recibe, es probable que empeore su situación. Solo una caída separa a alguien que enfrenta dificultades para caminar con alguien postrado. Es decir, de mantener las cosas como están, no solo aumentará la dependencia, sino que su severidad también. Esto implicará inmensos costos para las familias y el estado, una sobrecarga al sistema de salud pública y, por supuesto, largas filas de espera para ser atendido por personal médico. Una crisis que, literalmente, nos puede enfermar a todos.

Afortunadamente, aún estamos a tiempo de evitar este escenario. Para esto, debemos avanzar decididamente en disminuir la penalización del cuidado. El pago de un salario digno a las personas que cuidan es un paso adelante en este sentido. Además, se debe avanzar en la expansión y profesionalización de los servicios de cuidado domiciliario para llegar a quienes hoy no reciben cuidado. Una alternativa interesante es la formación de monitores comunitarios que puedan atender y ayudar a más de una persona

dependiente en una localidad. Estrategias como esta, que aprovechan las economías de escala del cuidado, ya se practican en algunas municipalidades de nuestro país. Lo más importante es que estas políticas tengan la escala suficiente para enfrentar el problema. Solo así podremos avanzar en una redistribución efectiva de los costos del cuidado (desde el hogar hacia el estado), aumentar la cobertura y, muy importantemente, mejorar la prevención del sistema de cuidado y así evitar la sobrecarga del sistema de salud pública.

Manuel García Dellacasa, profesor asistente de Economía en SOAS, University of London.

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