Columna de Marcelo Contreras: Caspa y decapitación
Es el público sin ataduras quien debe decidir qué le acomoda y qué no, pero en ningún caso un orden superior dictaminando lo disfrutable y lo vedado. La gente discierne fantasías y realidades, y así vemos una película de Tarantino y El juego del calamar sin salir a matar.
Acusado de “expresiones sexistas, racistas, machistas y misóginas” por la vicepresidente de Colombia, Marta Lucía Ramírez, J Balvin se autocensura y retira el video de Perra de su cuenta en Youtube. The Rolling Stones jubila uno de sus hits identitarios -Brown sugar-, por las explícitas descripciones de violencia sexual en tiempos de esclavitud, ciertamente, una verdad histórica. Desde 2017, Café Tacuba extirpó del setlist La Ingrata por las amenazas contenidas (“por eso ahora tendré que obsequiarte un par de balazos”), en un hit que en su momento se leía como una parodia al drama charro, antes que una incitación a la violencia contra la mujer. La Pozze Latina y Sexual Democracia anunciaron en 2018 la reescritura de sus respectivos clásicos del siglo pasado Chica Eléctrica y Profanador de cunas, debido a líneas que en este contexto califican en la pedofilia.
“Su letra perturbadora me molesta, pero la letra no es lo único que tiene que ofrecer. Es una gran canción de rock and roll”, reflexionó sobre el tema de los Stones la periodista afroamericana Lauretta Charlton en The New York Times en 2015, resaltando los distintos planos de análisis y gozo existentes en la música. Mick Jagger declaró en 1995 que jamás volvería a escribir algo así. “Probablemente me censuraría a mí mismo”. Ya lo había hecho. El primer título de la composición de 1969 era Black Pussy, como en versiones posteriores cambió, en dudosa mejora, el “black girl” por “young girl”.
Intentos de mordaza versus música popular es cuento viejo: los artistas y el público del jazz estigmatizados desde el establishment por modernos y desenfrenados; las iniciativas para reprimir la vulgaridad sexual del rock & roll -el original Tutti Frutti (1955) de Litle Richard era una oda al sexo anal-; la campaña en contra de The Beatles en 1966 por los vaticinios de Lennon sobre la decadenia del cristianismo; las pegatinas en los discos advirtiendo lenguaje explícito impuestas en EE.UU., gracias a un influyente comité femenino reaccionario.
Cuando el contenido lírico del rock y el pop fue debatido en el Capitolio en 1985, Frank Zappa testificó en contra de la censura. “Sus demandas”, sostuvo, “son el equivalente a tratar la caspa mediante decapitación”, advirtiendo la paradoja de constreñir al universo artístico por un puñado de letras incómodas, para esas mujeres respaldadas en la alta política de Washington.
“¿Cómo se atreven?”, desafió.
Si los dedos acusadores provienen del poder, lo ocurrido con la vicepresidencia colombiana apuntando a J Balvin, o de latemperatura moral ambiente con expresiones como la cultura de la cancelación, en ambos casos el arte resulta amenazado en su rol creativo.
Es el público sin ataduras quien debe decidir qué le acomoda y qué no, pero en ningún caso un orden superior dictaminando lo disfrutable y lo vedado. La gente discierne fantasías y realidades, y así vemos una película de Tarantino y El juego del calamar sin salir a matar. Por el lado de los artistas, Buzz Osborne de Melvins lo pone así. “No nos creemos todo lo que escribimos”.
Las letras provocativas o reflejo de costumbres arcaicas no deben ser borradas, sino quedar como lecciones del pasado en pos de un mejor presente y futuro.
El video de J Balvin puede ser de mal gusto y discutible letra, y las mismas quejas recaen en el explícito single Wap (2020) de Cardi B -”trae un balde y un trapeador para esta maldita-vagina mojada”-. Así también la gente tiene derecho a disfrutar de esos intérpretes y canciones, o dejarlos pasar si no son del agrado. Ni más ni menos.
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