Columna de Marcelo Contreras: El rock está muerto, vivan Los Bunkers
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De alguna forma, la breve aparición en el Festival de Viña cortesía de Fabrizio Copano, recordó al país que Los Bunkers es la última gran banda chilena, y que el rock aún existe como actitud de vida y una expresión musical capaz de convocar público suficiente para agotar estadios, como ocurre con el Santa Laura entre hoy y mañana.
El rock está muerto y lo supe en cuanto aparecieron The Strokes y The White Stripes. Recuerdo el entusiasmo y luego la desazón, cierta pena. Saber con certeza que el final estaba cerca, como si recibieras un tiro que no es fatal de inmediato, pero que a la larga te desangra. Fantásticos, pero fotocopias a fin de cuentas.
No era la primera vez que el rock volvía sobre sus pasos demostrando nostalgia de sí mismo y desgaste. El punk lo había hecho y, en rigor, los Beatles y los Stones hacia fines de los 60, cuando empacaron la psicodelia y las orquestas pomposas, para retornar a las raíces que los habían alentado a empuñar guitarras.
No solo se trataba de las mismas ideas repetidas por enésima vez, sino que el propio concepto de banda de rock era una forma de asociación artística y creativa que, en el cambio de milenio, circulaba en sentido contrario del individualismo reinante. Por lo demás, los últimos rockstars se estaban matando o rehabilitando, antes que destruyendo hoteles.
La primera vez que vi MTV en suelo gringo hace más de 20 años, la parrilla ya era asunto de raperos y princesas del pop, junto a prefabricadas boys bands. El rock se encaminaba a programas con malos horarios y señales como VH1. Arreciaban las giras de despedida o de reencuentro, aburridos discos desenchufados, o la insufrible variable sinfónica.
Los rockeros cayeron en un estado de negación. Luego, para algunos, la conformidad. En todo orden, así son los ciclos de la vida. Auge y caída. Pasión y muerte. Tangueros y boleristas dominaron el mundo latino durante la primera mitad del siglo XX, hasta ser relegados a salones con abuelos trajeados y caminar cansino, de la misma manera que hoy un metalero viste polera de su banda favorita para un asado de fin de semana, o asiste a un concierto conmemorando los titantos años de un álbum.
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Cuando el mundo iba cuesta arriba para el rock, aparecieron Los Bunkers. Era una banda retro a secas, enamorados con locura de sonidos, estéticas y acordes de antaño, tal como los renacentistas idealizaban la Grecia antigua. Se dedicaron a trabajar con un profesionalismo solo equiparable a La Ley, conquistaron una identificación con los millennials -generación bisagra entre el siglo XX y este-, para marcharse a México y triunfar, una vez que el estrecho mercado interno se convirtió en una camisa de fuerza.
Si Los Bunkers fueran argentinos, su regreso acapararía noticiarios, portadas y matinales durante semanas. Por cierto, el quinteto de Concepción siempre se concentró exclusivamente en la música, detalle que para efectos de relato y promoción juega en contra. La alineación fue estable, y la triada sexo, drogas y rocanrol quedó excluida, al menos en público. Quizás faltó drama para el morbo y gozo de la prensa, el tipo de bronca y comidillo abundante en las biografías de Los Prisioneros, Los Tres y La Ley.
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De alguna forma, la breve aparición en el Festival de Viña cortesía de Fabrizio Copano, recordó al país que Los Bunkers es la última gran banda chilena, y que el rock aún existe como actitud de vida y una expresión musical capaz de convocar público suficiente para agotar estadios, como ocurre con el Santa Laura entre hoy y mañana, aunque ya no seduce a las masas adolescentes de la misma manera que antaño.
Resucitan como un acto de resistencia, una guerrilla de guitarra, bajo y batería, cuando hoy las armas de la canción popular juvenil son otras, más económicas, menos complejas y democratizadoras. Nada más que un micrófono y un software para cantar sobre marcas, guarradas, y cumplir el sueño vacío de abanicarse con billetes.