Columna de Marcelo Contreras: el síndrome de Mister Ed
Si la música de Ed Sheeran no existiera daría exactamente lo mismo. No ha remecido nada a su paso y no ha cambiado una coma del panorama musical. Imposible decir lo mismo de la obra de Lorde o Billie Eilish, con innegable impacto generacional dictando pautas en forma y contenido.
Ed Sheeran publica =, el cuarto álbum de su discografía, que persiste en una aburrida tradición de identificar cada título con símbolos matemáticos. La prensa lo destroza. “En su momento más apasionado”, proclamó Pitchfork, “suena como un (...) merengue”. La sentencia de New Musical Express apuesta al sarcasmo. “Un Lionel Richie millennial”.
El cantante britanico que ha vendido 150 millones de álbumes en diez años, “el artista de la década” según Official Charts Company, certificadora de rankings musicales en el Reino Unido, posee características contradictorias. Un talento indiscutido para componer éxitos y cosechar fenomenales cifras, pero a la vez anodino e intrascendente.
Si la música de Ed Sheeran no existiera daría exactamente lo mismo. No ha remecido nada a su paso y no ha cambiado una coma del panorama musical. Imposible decir lo mismo de la obra de Lorde o Billie Eilish, con innegable impacto generacional dictando pautas en forma y contenido.
La irrelevancia artística de Sheeran simboliza la escasa notoriedad de los artistas pop masculinos anglo en este milenio. Aquellas rotundas estrellas del pasado, tótems de la creatividad y el estilo como David Bowie, Prince o Michael Jackson, han sido relevadas por una generación difusa y secundaria, a considerable distancia del panorama musical femenino donde prima la variedad, el talento y un cancionero infinitamente más valioso y memorable en lo que va del siglo.
Hay una facción de esas estrellas macho proclives a dar noticia por las razones equivocadas. Ya es costumbre que Adam Levine asome su rostro en redes sociales para pedir disculpas por sus salidas de madre, redundantes en nítidos gestos de hastío que señalan cuánto le aburre el cariño del público. Lo hizo tras el soporífero show de Maroon 5 en Viña 2020 y nuevamente en octubre pasado, al despreciar a una fan que intentó abrazarlo en el escenario.
Kanye West acorta su nombre a Ye en una creciente parafernalia mesiánica que ha convertido al autoproclamado genio en un hazmerreír. Busca la compañía de ángeles caídos del estrellato como Marilyn Manson, que arrastra gravísimas acusaciones de maltrato femenino, y Justin Bieber, cuya presencia mediática responde a cotilleos sobre su matrimonio antes que novedades artísticas.
Drake se tatúa a Los Beatles cruzando Abbey Road con su propia figura liderando la iconográfica imagen, para subrayar uno de sus enésimos hitos en los rankings que a nadie importan con canciones que nadie retiene.
La gran promesa de los últimos años, The Weeknd, alega contra los Grammys como niño con pataleta, mientras Harry Styles parece más pendiente del armario y las sesiones fotográficas, que del estudio y nuevas canciones.
Pese a sus esfuerzos, Justin Timberlake nunca asumió como heredero del trono del pop, para diluirse en el recuerdo y otras actividades. Entre las excepciones, Kendrick Lamar resume los talentos y la singularidad necesaria de una gran estrella. Sin embargo, su nombre en solitario no logra revertir el saldo de pendejadas y escasa consistencia, en una época en que los hombres han retrocedido en su hegemonía cultural bajo justos clamores reivindicativos.
El remezón al patriarcado alcanzó con lógica repercusión al pop masculino anglo que solía dominar y dictaminar tendencias al mundo entero, junto al formato banda también replegado ante el avance incontrarrestable de los solistas, dejando un saldo de machos aturdidos sin saber muy bien qué decir, en una era donde la voz cantante la llevan las mujeres.
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