Columna de Marcelo Contreras: La pandilla salvaje
Las radios seguirán programando a Francisca Valenzuela, Gepe, Pedropiedra y Javiera Mena, entre varias figuras activas y en plenitud creativa, pero en Spotify los intérpretes nacionales de trap y reggaetón superan a sus predecesores con largueza, mientras las audiencias jóvenes no necesitan del dial para enterarse de las novedades.
En medio de la celebración musical contenida en el regreso de Lollapalooza, se produjo un sutil cambio de mando. El Nuevo pop chileno, de venerable trayectoria por más de una década tanteando nuevas formas creativas alejadas del molde anglosajón -un movimiento mucho más conectado con la raíz folclórica local y latinoamericana que generaciones previas-, cedió definitivamente y de manera irreversible, el liderazgo y la atención juvenil. Fue un traspaso de mando simbólico y con al menos un par de temporadas de retraso por la pandemia, porque su lugar fue ocupado por una pandilla salvaje con hambre de estrellato como no se veía hace mucho en la escena local, desde que La Ley protagonizaba comerciales: la armada urbana chilena.
Las radios seguirán programando a Francisca Valenzuela, Gepe, Pedropiedra y Javiera Mena, entre varias figuras activas y en plenitud creativa, pero en Spotify los intérpretes nacionales de trap y reggaetón superan a sus predecesores con largueza, mientras las audiencias jóvenes no necesitan del dial para enterarse de las novedades.
Los artistas del Nuevo pop chileno fueron una bisagra entre músicas del siglo XX con una sonoridad actualizada y desprejuiciados para revolver estilos. La conexión con el folclor timbró un carácter melancólico a su cancionero, particularmente palpable en Manuel García, Camila Moreno y Gepe. Hubo búsqueda, aciertos, una constante singularidad -ningún artista suena y luce similar a otro-, pero no incluye mucha fiesta y el arraigo en el pueblo nunca fue masivo. El Nuevo pop chileno se sintió trascendente y a ratos se volvió solemne, como ocurrió con La Nueva canción chilena en los 60 y 70, que de tanto compromiso perdió chispa y distancia.
La juventud y modernidad de esta generación musical centennial no les excluye de un enlace con el pasado. La armada urbana nacional vuelve a un patrón previo, cuando los artistas locales abrazaban sin complejos un género foráneo mimetizados en sus formas y aplicando sus códigos, como sucedía cuando el rock dictaba lo popular. Se comportan como estrellas, lucen rebeldes y erotizados. Disfrutan y se jactan de la juventud y la belleza como dictamina la era de las redes sociales.
Algunos de ellos, como Marcianeke y Pablo Chill-E, experimentan excesos, chocan con la norma y proclaman orgullo poblacional mediante señalética colindante con el delito. El chico malo siempre resulta irresistible, y de ahí parte importante del arrastre de ambos en Lollapalooza. Música popular producida por gente popular.
Hedonistas e individualistas, paradojalmente hacen de la alianza y el featuring una armadura que los fortalece con lógica mosquetera. En Lollapalooza las invitaciones se multiplicaron en escena. Soulfia y Ceaese actuaron en sus respectivos shows; DrefQuila también tuvo a Ceaese, mientras Harry Nach figuró con Polimá WestCoast y Marcianeke, quien a su vez participó con Galee Galee, entre otras combinaciones cristalizadas en estudio y replicadas en vivo para deleite de fans.
Stefan Kramer, un millennial con más de 15 años en pantalla, catapultado a la fama en los días que Javiera Mena, Manuel García y Gepe publicaban sus debuts, se dio cuenta que el público juvenil en su show de Lollapalooza, no conocía a algunos de los personajes imitados. Para la generación que ve más TikTok que televisión, Álvaro Salas no significa nada. En 2019 Billie Eilish reveló en el late show de Jimmy Kimmel que no conocía a Van Halen, para espanto boomer y Generación X. Así son los relevos generacionales. Inevitables, implacables y necesarios.
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